Pripyat era la zona habitada más cercana a la planta de Chernóbil. Fue evacuada en 1986. Foto: Reuters
“En más de una ocasión me ha parecido estar anotando el futuro“. Con esa frase, que ahora parece un presagio, termina la entrevista que Svetlana Alexievich tiene consigo misma, sobre todo lo que pasó en la Unión Soviética después de la explosión del reactor cuatro de la Central Eléctrica Atómica (CEA) de Chernóbil, el 26 de abril de 1986.
La entrevista es parte de los 44 testimonios que aparecen en ‘Voces de Chernóbil’, un libro que la Premio Nobel de Literatura del 2015 publicó en 1997, después de 10 años de un minucioso trabajo periodístico, que incluyó cientos de horas de entrevistas y que se tradujo al español en el 2005.
Más allá de la coyuntura -el domingo pasado se cumplieron 34 años de la catástrofe- estos testimonios son un recordatorio de la valía que tiene para el futuro registrar y contar la historia de los hombres y las mujeres comunes, seres ordinarios que viven las tragedias como protagonistas.
“Durante aquellos primeros días, con quien resultaba más interesante hablar -cuenta la autora- no era con los científicos, los funcionarios o los militares de muchas estrellas, sino con los viejos campesinos. Gente que vivía sin leer a Tolstói o Dostoyevski y sin Internet, pero cuya conciencia había dado cabida a un nuevo escenario del mundo”.
Ahí están historias como la de Liudmila Ignatenko, esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko, quien cuenta cómo la vida del hombre que amaba se apagó, en menos de dos semanas, de la manera más cruel y desgarradora, a causa de las altas dosis de radiación que recibió mientras intentaba sofocar el fuego del reactor.
“Las quemaduras le salían hacia afuera. Aparecían en la boca, en la lengua, en las mejillas. Primero eran pequeñas llagas, pero luego fueron creciendo. Las mucosas se le caían a capas, como si fueran unas películas blancas. El color de la cara y el cuerpo era azul, rojo y de un gris parduzco”.
O la historia de Valentina Timoféyevna, una mujer que tuvo que presenciar cómo el cuerpo de su esposo, un hombre de 2 metros de estatura y 90 kilos -que fue reclutado para desconectar la luz de las aldeas evacuadas– se descomponía lenta y dolorosamente.
Las mujeres y los hombres que hablan en este libro cuentan la historia de su familia, amigos y conocidos y a la par reflexionan sobre las particularidades del momento de la historia humana que les tocó vivir. Para ellos, al igual que lo que le pasa a la gente que está siendo afectada por el covid-19, fue complejo lidiar con un miedo nuevo, uno que a diferencia del que produce la guerra o una catástrofe natural no se podía oír, ver u oler.
Viktor Iósifovich, por ejemplo, habla sobre lo doloroso que fue para él darse cuenta que había sido enviado a la zona más radioactiva sin ningún medio de protección: “No pensaron en la gente pero nos dieron premios: treinta rublos”. Serguéi Gurin dice que aún en el Apocalipsis el hombre seguirá siendo el mismo, “la gente hacía el juego a los de arriba para salvar su metro cuadrado”. Y Nina Konstantínovna habla de cómo a pesar de que le dolía todo su cuerpo y no tenía fuerzas para nada, los doctores le decían que todos se habían vuelto hipocondríacos.
También hay testimonios como el de Guenadi Grushevói, presidente de la Fundación Para los Niños de Chernóbil, quien cuenta como después de la catástrofe la ciencia se sometió al dictado de la política. “Los datos de los pacientes que cayeron enfermos -dice- se guardaron con el sello de secreto y ultrasecreto”.
A ratos, los testimonios de estos campesinos, maestros, obreros, científicos, médicos e investigadores, que vivían cerca de la planta nuclear o que fueron enviados a “controlar” la catástrofe estremecen. La similitud que tienen con las historias de hombres y mujeres que, a escala mundial, viven los estragos de la actual emergencia sanitaria es impactante.
Hablan sobre las largas filas que se armaban para comprar alimentos; sobre el distanciamiento social que se les pedía a todas las personas afectadas por la radiactividad; sobre cómo se repetía una y otra vez, por los medios de comunicación oficial, que la situación se estaba estabilizando; y hasta de la aparición de charlatanes que promovían todo tipo de teorías conspirativas sobre la causa y los causantes de la explosión en la planta nuclear.
En sus testimonios, varias personas hablan de que Chernóbil fue el principio del fin de la Unión Soviética, por el mal manejo de la catástrofe. Algo que fue evidente para todo el mundo, menos para los miembros del Partido Comunista de la Unión Soviética, especialmente para su secretario general, Mijaíl Gorbachov.
El expresidente de la Unión Soviética fue el Xi Jinping de 1986. Hacia él se dirigieron todas las acusaciones internacionales por la falta de reacción ante la crisis sanitaria que se había generado.
Según diversas observaciones científicas, el 26 de abril de 1986 se registraron niveles elevados de radiación en Polonia, Alemania, Austria y Rumania; el 30 de abril, en Suiza y norte de Italia; y el 1 y 2 de mayo, en Francia, Bélgica, Países Bajos y Gran Bretaña. En esos países se emitieron varias alertas para la población, mientras que en Pripyat, la zona habitada más cercana a la planta de Chernóbil y en las aldeas vecinas, las personas seguían con su vida cotidiana. Nadie les advirtió que la radiación los estaba matando.
Hasta la fecha se desconocen las cifras exactas de las personas que han muerto a causa de la radiación y de las que viven con algún tipo de enfermedad oncológica provocada por esta catástrofe. Lo más probable es que, como dice Zoya Danílovna en un pasaje de su testimonio, “todavía no nos damos cuenta que las cosas más terribles ocurren en silencio”.