El trabajo de los voluntarios Édison Riera, Juan Pablo Alcocer y Ángel Macas no se ha detenido durante la pandemia. La distribución de alimentos y fármacos, así como el apoyo médico y psicosocial siguen; aunque han aprendido a cuidarse en sus actividades para evitar contagiarse de covid.
Édison tiene 37 años; cuatro de ellos vinculado a la Fundación Jóvenes Contra el Cáncer (JCC). Desde que tenía 19, este quiteño ha participado en grupos de servicio comunitario.
En este espacio ha tenido la oportunidad de ser parte de la vida de los ‘guerreros’ -así llama a las personas que luchan contra esta enfermedad y acuden a la organización-.
En cuatro años de trabajo, él y el equipo de 15 voluntarios han organizado colectas para la compra de alimentos. Luego han elaborado los kits para quienes lo requieran.
En diciembre, en medio de la pandemia, entregaron 700 canastas con fideos, aceite, azúcar, entre otros, en Quito.
En cada recorrido -relata- se protege al máximo; usa mascarilla y se aplica alcohol constantemente. Lo hace para seguir con la ayuda a los ‘guerreros’. “Nos cuidamos mucho. No podemos fallarles”.
Édison entrega donaciones económicas personales para la compra de medicinas. Mensualmente dona una suma a la Fundación. Y compra insumos (hidratantes y reconstituyentes) a una ‘guerrera’ de 36 años, con cáncer de pulmón.
“En mi cuenta guardo un fondo para esos rubros”, comparte este profesional, que labora en una entidad bancaria. No detalló el monto; prefiere mantenerlo en reserva.
Para este joven, el voluntariado no es una actividad personal; en ocasiones lo hace en familia. El martes acudió a la fundación con su hermana Mishell, de 23, y sus sobrinos Estéfano y Renata, de 6 y 1.
Juntos armaron kits de alimentos y vituallas para los beneficiarios. En unas fundas azules colocaron productos nutritivos. “Me llena de alegría apoyar a los ‘guerreros’ y, sobre todo, compartir y conversar con ellos. Son personas extraordinarias”.
Juan Pablo Alcocer es cuatro años menor a Édison, tiene 33. Once de ellos se ha dedicado al voluntariado en la Cruz Roja Ecuatoriana (CRE).
Su labor va desde la atención prehospitalaria hasta la animación de algunos eventos.
Antes de la pandemia, este oriundo de Riobamba acudía constantemente a los ‘llamados’ del organismo, que se concretan vía WhatsApp.
“Si no tenía turno en mi trabajo, iba de inmediato”.
En el 2016 viajó a Manabí, tras el terremoto que devastó a las localidades de Tarqui, Pedernales y otras. “Fui parte del grupo de ‘clowns’. Hicimos actividades lúdicas y jugamos con los chicos. Fue una experiencia muy fuerte”.
En la pandemia, muchos programas del voluntariado se han frenado debido a los contagios. Uno de ellos es el de ‘clown’. Recién en marzo tuvieron un evento en el cual llevaron alegría a unos niños en un barrio del norte de la urbe.
“Les hicimos jugar y compartimos un momento de alegría; siempre mantuvimos las medidas de bioseguridad”.
Juan Pablo también presta ayuda prehospitalaria en las ambulancias, ya que es paramédico. Vestido con el traje rojo y negro y cubierto con los equipos de protección, el joven asiste a las emergencias que se dan en la urbe.
¿Cuántas veces acude a CRE? No hay un número exacto -responde- ya que el trabajo de un voluntario no tiene horario ni fecha en el calendario; tampoco responde a fines de semana o feriados.
“Estoy listo para ayudar en cualquier momento y actividad; ya sea cargando cajas, llevando vituallas o atendiendo las emergencias”.
Ángel Macas, de 29 años, coincide en que esta práctica es compleja. Él es uno de 35 voluntarios de la Fundación Pro Sonrisa. La agrupación ayuda a las personas trasplantadas, que requieren alimentos, medicinas e insumos.
De hecho, Ángel llegó a la fundación tras una cirugía en la que le colocaron un nuevo riñón. “No tenía medicamentos por lo que me comuniqué con Pro Sonrisa. De eso han pasado casi cinco años y el trabajo de voluntariado no ha parado. Ha sido gratificante”.
Cada día, el joven que se dedica a la construcción acude a las casas de los trasplantados para entregarles sus fármacos. Se transporta en su bicicleta, ya que teme subirse a un bus. “Soy parte de los grupos de riesgo, pero no quiero separarme de la fundación. Así que a mi manera continúo con los recorridos por la ciudad”.
Nunca olvida colocarse las dos mascarillas y su chompa antifluidos de color amarillo. Así se siente seguro. “Cada visita me llena de esperanza, ya que los pacientes podrán seguir con vida. Cuando me ven me agradecen; aunque ya no podemos abrazarnos”.
Los tres jóvenes, que realizan estas labores sin remuneración, han convertido al voluntariado en una forma de vida. No se imaginan haciendo otra cosa. “Siempre hay tiempo para ayudar y llevarles una pisca de alegría”, dicen.