En el 2007, hubo la precipitada decisión presidencial de retirar de Haití a los cascos azules ecuatorianos que, como parte del contingente chileno, participaban en la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah).
El Ministerio de Defensa, en el cual prestaba servicios como asesor para asuntos internacionales, decidió enviarme a Puerto Príncipe, junto al entonces Jefe de Estado Mayor del Comando Conjunto de las FF.AA. para llevar a cabo una misión de reconocimiento y evaluación del papel de nuestros hombres en el terreno.
Durante varios días recorrimos por tierra y aire las zonas definidas como parte de la misión, junto con nuestros soldados y oficiales de la Minustah. Permanecen en mi memoria escenas como las montañas de basura en Cité Soleil, la más poblada y pobre comunidad de Puerto Príncipe, en las cuales, desde el aire, podían reconocerse cadáveres en estado de putrefacción.
El informe presentado permitió que el Ecuador no retirara sus hombres de Haití, sino que, incluso, aumentara su participación en esa y otras misiones de paz. Pasados 13 años, durante el primer auge de la pandemia del covid-19, nuevamente recorrí las calles de Puerto Príncipe, en esta ocasión como parte de la delegación ecuatoriana que participó en el 175 período de sesiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
En uno de nuestros traslados por la ciudad, el conductor del automóvil que nos transportaba en medio de un tráfico descomunal, generado por protestas sociales que pretendían ser más visibles ante la presencia de la CIDH, de manera inesperada y abrupta comenzó a chocar repetidamente en reversa a los vehículos que se encontraban atrás. Era una arriesgada maniobra, con el fin de abrirse paso y cambiar de dirección para evadir un evidente peligro que habría detectado.
La atención generada motivó a que transeúntes intentasen -no supimos con qué intención- abrir las puertas del automóvil en el que nos movilizábamos. Sus rostros estaban descubiertos, sin temor siquiera a la pandemia.
Otros corrieron junto al vehículo hasta llegar al hotel en el que nos alojábamos. Sus guardias, armados con viejas escopetas de cartuchos, salieron a apuntar a nuestros peligrosos acompañantes, que intentaron sin éxito entrar al edificio.
El trayecto fue siempre un escenario que combinaba imágenes similares a las de un territorio en guerra, con las de un pueblo desolado en medio de una profunda miseria. Había pasado más de una década desde mi anterior visita a Haití, pero el caos, la pobreza y la destrucción se mantenían.
El país seguía siendo una bomba de tiempo para la región y el mundo, una realidad disfuncional, un Estado fallido, o como quiera llamársele, que no puede ser analizado a partir de hechos aislados cada vez que el pueblo haitiano vive una nueva tragedia, en un mundo en el que los efectos de las crisis no tienen ya fronteras.
El siniestro y repudiable asesinato del presidente Jovenel Moïse, el 7 de julio, puso a este país nuevamente, y con seguridad de manera temporal, en el radar de la prensa mundial. Y se volvió necesario insistir en la falta de conciencia de la comunidad internacional sobre las crisis permanentes, que no pueden ser consideradas de manera ad hoc desde una visión hobbesiana ya poco aplicable al realismo político, con el fin de determinar si en cada ocasión se están afectando o no intereses regionales o del mal llamado norte global.
Un artículo del diario El País de España, luego del magnicidio, centra su análisis en el riesgo de que, frente a este hecho, se produzca un vacío de poder en la nación caribeña. Si algo ha caracterizado a la historia de Haití ha sido el vacío de poder, de institucionalidad y de control político. No se limita a la ausencia de un mandatario legal o ilegalmente reconocido, y exige, por el contrario, un análisis más holístico, que permita entender y apoyar acciones eficientes a corto, mediano y largo plazo.
Ha habido más de 20 gobiernos en 35 años, caos político generalizado, un ejército que se suprimió por 23 años como medida para evitar golpes de Estado, olas de migraciones en condiciones infrahumanas, control e influencia de grandes sectores del país por parte del crimen organizado, en muchos casos liderados por ex jefes de la Policía. En general, es una secular y muy compleja situación estructural, que siempre afectará intereses internacionales, la economía mundial, y, principalmente, la dignidad humana.
Haití, además de ser el país más pobre del hemisferio, es uno de los más afectados por la combinación perniciosa de una permanente inestabilidad política, social y económica, con desastres naturales. En el año 2010 estuvo también en primeras planas el terremoto de Léogâne, a pocos kilómetros al suroeste de Puerto Príncipe. Se sumó a otros desastres naturales, como el cólera y la miseria extrema. Según el portal de estadística alemán Statista, este fue el segundo terremoto más devastador en la historia de la humanidad, en cuanto al número de muertes: más de 220 000.
Como describe un editorial del periódico Le Nouvelliste, el más antiguo de esta nación, Haití es “un país que aguanta la respiración”.
Lo que debe quedar claro es que no es un problema solamente local. Tampoco lo son las causas o las consecuencias. Desde su independencia, Haití fue forzado a pagar grandes sumas de dinero a Francia, ha sido objeto de intervenciones militares por parte de Estados Unidos, y ha conocido la indiferencia internacional, frente a graves crisis migratorias y de toda índole, con excepción de la mayor estabilidad que hubo durante los 13 años de la presencia de laMinustah,que, sin embargo, también dejó sinsabores en su paso por ese país.
*Diplomático de carrera y PhD en Cooperación Internacional por la U. de Leiden. Su opinión no corresponde necesariamente a la del servicio exterior ecuatoriano.