#YoSoyRohinyá

En el campamento de Kutupalong, cerca de la frontera entre  Myanmar y Bangladés, se refugian unos 570 000 rohinyás. Foto: AFP

En el campamento de Kutupalong, cerca de la frontera entre Myanmar y Bangladés, se refugian unos 570 000 rohinyás. Foto: AFP

En el campamento de Kutupalong, cerca de la frontera entre
Myanmar y Bangladés, se refugian unos 570 000 rohinyás. Foto: AFP

No es la primera ni será la última vez que una crisis humanitaria quede fuera del radar de la mayor parte de la opinión pública internacional, de los medios de comunicación e incluso de la academia. En el caso de los rohinyás en Birmania, actualmente República de la Unión de Myanmar, pese a los intereses, o a la falta de intereses políticos, geopolíticos o económicos que generalmente producen esa indiferencia, se suma el pernicioso efecto que en ocasiones tienen los estereotipos en la acción humanitaria internacional.

Los rohinyás son una minoría étnica y religiosa que habita en el Estado de Rakaín o Arakán, en la costa oeste de Birmania, junto a la frontera con Bangladés. De origen bengalí, esta población musulmana es considerada por el gobierno budista birmano como una migración ilegal. Los rohinyás, por su parte, afirman ser descendientes de comerciantes bengalíes que han vivido por generaciones en ese territorio, al menos desde inicios del siglo VIII, con un incremento en su población durante el siglo XIX, impulsado por intereses estratégicos británicos, a través de la Compañía de las Indias Orientales.

Se trata de la comunidad musulmana más asediada en el mundo. Su condición de apátridas les priva además de todo otro derecho, en un país con 135 etnias reconocidas y una secularmente omitida. El informe final de la Comisión Asesora para Rakaín, presidida por el ex Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, determinó en 2017 que el mayor obstáculo para la paz es el tema de la nacionalidad, y recomendó la revisión de la Ley de Derechos Ciudadanos de 1982, basada en la etnicidad, que permite mantener una discriminación institucionalizada, bajo un manto de legalidad. No olvidemos las innumerables “injusticias legales” que ha registrado la historia. De hecho, como lo advirtió décadas atrás Martin Luther King, todo lo que se hizo en el Holocausto fue técnicamente legal.

Los rohinyás son, sin duda, los más pobres entre los pobres de Myanmar. Los más relegados. Sin embargo, sí son tomados en cuenta a través de leyes y políticas públicas discriminatorias, que han sido consideradas como parte de un proceso de limpieza étnica. Hay prohibiciones específicas para realizar matrimonios o viajar sin autorización de las autoridades birmanas; no tienen derecho a la propiedad privada; y, según un reciente reportaje de la televisión pública británica, se habrían puesto en práctica normas que incluso les prohíbe tener más de dos hijos por familia.

La situación ha escalado y ha tenido graves detonantes, principalmente desde fines del año 2017, por ataques perpetrados contra fuerzas de seguridad de Myanmar, por parte de milicias radicales rohinyás, principalmente el llamado Ejército de Salvación Rohinyá de Arakán (ARSA), que tendría vínculos con Pakistán y Arabia Saudita, pero muy pocos con la población rohinyá que habita en Rakaín. De hecho, el líder de ARSA, Fata Ullahs, es un pakistaní de nacimiento, apoyado por rohinyás expatriados en Arabia Saudita, con una agenda e intereses incompatibles con las necesidades del pueblo rohinyá. El supuesto apoyo de grupos radicales musulmanes internos y externos ha creado percepciones de amenaza, de riesgo de una “guerra santa” o jihad, frente al verdadero problema de exclusión política y social.

La respuesta brutal y sin precedentes de las fuerzas birmanas ha dejado hasta la fecha cerca de un millón de refugiados civiles, alrededor de 800 000 solo en Bangladés. Según la Acnur, un solo campo de refugiados en ese país, el de Kutupalong, tendría en la actualidad más de 570 000 personas.

Es el más grande del mundo. En realidad es un gueto -del tamaño de una ciudad- sin agua, infraestructura sanitaria, alcantarillado, servicios de salud ni recolección de basura. A estos números se suman los de miles de desplazados internos y víctimas mortales, incluidas aquellas que han fallecido en balsas en el río Naf, tratando de llegar a Bangladés; en las aldeas incendiadas por las Fuerzas Armadas birmanas, o en ejecuciones extra-judiciales. Adicionalmente, la violación ha sido una vez más utilizada de manera persistente como arma de guerra. Salvo excepciones, se trata de población civil arrasada por violencia organizada, y hasta ahora protegida con impunidad, a manos de las fuerzas del Estado y de grupos radicales budistas, como el Movimiento 969, liderado por el monje budista Ashin Wirathu.

El escenario amplio de esta crisis es el de una compleja transición política desde una junta militar, que gobernó el país por más de medio siglo, a una democracia actualmente encabezada por Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz, quien aún carece de control sobre las fuerzas armadas, debido al lento e inestable proceso de implementación de los acuerdos de paz y de retorno a la democracia. En este escenario podrían influir además recientes intereses económicos, que se han hecho evidentes en adquisiciones o expropiaciones de grandes extensiones de tierras en Rakaín, para proyectos mineros y concesiones a empresas transnacionales, aparentemente relacio­nadas con las Fuerzas Armadas birmanas.

Un elemento aparentemente clave y relacionado con las percepciones que afectan a esta crisis humanitaria es la denominación “rohinyá”, no aceptada por el Gobierno y el resto de la población birmana. Pese a que no hay acuerdo sobre su etimología, el término se vincula con procesos separatistas musulmanes pasados, como los ocurridos en el siglo XX en el actual Pakistán, lo cual contribuye al desarrollo de percepciones negativas frente a este grupo humano. El no reconocimiento de la denominación es utilizado como mecanismo para mantener su condición de apátridas, su aislamiento y su discriminación.

Hace pocas semanas, al asistir en Rangún a un encuentro académico internacional, pude advertir in situ la diversidad de percepciones y estereotipos internos y externos alrededor de este conflicto. Una mayoría lo ve como un tema de radicalización islámica, y por lo tanto como una amenaza a la sociedad birmana, que principalmente profesa la religión budista. Otros lo perciben como un problema geopolítico. Quienes mejor conocen la realidad sostienen que los rohinyás estuvieron siempre ahí, en condiciones precarias, y que era cuestión de tiempo para que una crisis mayor estallara. Las posiciones más crudas o realistas dirán que la ausencia de autoridad (autoritarismo) y de un férreo control de los gobiernos militares, han hecho explotar nacionalismos étnicos y religiosos, como sucedió en los Balcanes, en donde, al igual que sucede aquí, simplemente no se quería la presencia y desarrollo de una comunidad musulmana.

A todo nivel, como documentan corresponsales y otros testigos locales, a los rohinyás se les habría atribuido estigmas falsos, como no ser capaces de coexistir en paz, o ser una comunidad violenta y endogámica que buscaría la creación de un estado islámico en Rakaín, para luego extenderlo al resto del país, pese a constituir menos del 2% de la población total.

Desde la publicación en 1976 de la obra ‘Percepciones y falsas percepciones en política internacional, de Robert Jervis, se ha puesto en evidencia la histórica tendencia a cometer y repetir errores en la toma de decisiones en política exterior, como resultado precisamente de percepciones y falsas percepciones generalizadas, o de la conveniencia irresponsable de no confrontarlas. Podemos afirmar que gran parte de la cooperación humanitaria internacional prefiere no salir de estándares tradicionales o contradecir corrientes altamente prejuiciadas por percepciones o estereotipos.

Prefiere, de ser posible, evadir responsabilidades al tratarse de víctimas musulmanas. Prefiere evitar involucrarse o movilizar recursos y protección para víctimas que quizá podrían tener vínculos con grupos radicales, porque aquello podría menoscabar su imagen o la confianza de sus principales donantes.

Las víctimas, por lo tanto, son afectadas no solo por sus victimarios sino también por la desidia o fatiga humanitaria, así como por las agendas de grupos radicales que aparentemente pretenden apoyarles, y las de diversos actores internacionales que se movilizan bajo una bandera musulmana, generando la percepción de un conflicto religioso, cuando se trata de uno humanitario.

La inteligencia, entendida como procesamiento objetivo de información para la toma de decisiones, debería jugar un papel mucho más relevante en este campo. El costo político, sin embargo, no lo hace atractivo, y la acción humanitaria se convierte en un producto más al servicio de tendencias establecidas por agendas políticas y económicas globales, aquellas que una vez que las limpiezas étnicas o los holocaustos han sido consumados, se rasgan las vestiduras y llenan las redes sociales con ‘hashtags’ que dicen #YoSoyRohinyá o #NuncaMás.

*Investigador PhD de la Universidad de Leiden, MPA Universidad de Harvard.

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