La Plaza Grande, el poder temporal y eclesiástico, juntos. Foto: Vicente Costales / EL COMERCIO
Recuerdo como si fuera ayer cuando Rodrigo Pallares Zaldumbide, a su retorno de París después de haber presentado en la primera sesión del Comité Intergubernamental del Patrimonio Mundial de la Unesco, me encomendó preparar la documentación para solicitar la inclusión del centro histórico quiteño (cultural) y de las islas Galápagos (natural) en la lista del patrimonio mundial; al tiempo de disponerme que llevara a cabo el estudio histórico del casco antiguo quiteño.
Así que, mientras él gestionaba ante expertos internacionales (ONU/Unesco/PNUD) y autoridades nacionales (ministerios de Educación y Relaciones Exteriores) la validez y fragilidad de estos emplazamientos, yo reforzaba mis conocimientos de la evolución urbana, artística/arquitectónica del Quito antañón español por su trazo urbano/constructivo, ancestral por su entorno geográfico, y andino por su intrincada topografía.
En efecto, este plano inclinado de superficie rugosa, rodeado de elevaciones y cruzado por cavas, asentado en la falda oriental del volcán Ruco Pichincha que en plano inclinado (siglos XVI, XVII y XVIII) va desde los 2 769 msnm (Buen Pastor) hasta los 2 877 msnm (San Diego) con el centro geográfico a 2 815 msnm (Plaza Grande), y Guápulo a 2671 msnm, fue el lugar apropiado para levantar la más española de las ciudades de Iberoamérica: “…que la reciente fundación (agosto 28, 1534) se trasladara al punto donde había estado la vecindad de los indios conocidos como quitos, por ser aquel sitio mejor y más cómodo para edificar ciudad de españoles” (M. Jiménez de la Espada.- 1° Libro de Cabildo.-).
La loma del Itchimbía fue mi atalaya: con el plano de Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1748) en mano, miré al Pichincha: la meseta quiteña se me presentó en toda la plenitud de su diseño urbano primigenio, en el cual -sin importar el perfil orográfico– fue plasmada la noción citadina española renacentista europeizada: el trazado hipodámico se mantenía igual salvo leves cambios (relleno de las quebradas), la plasticidad y finalidad constructiva de los conjuntos religiosos (desde el siglo XVI hasta el XVIII) era latente, y el acople de las casas (14 anteriores y el resto de los siglos XIX–XX) a los edificios eclesiales exornados con cúpulas, torres y muros se observaba claramente.
Además, Guápulo, parroquia rural (siglo XVII), al nororiente y separada del núcleo central, mereció mi atención y fue incluida en la documentación. Era imprescindible que los bienes muebles (pinturas, esculturas, libros y ornamentos) que continúan con su función sacra hábil para despertar la fe y plástica para el deleite de los observadores, conservadas dentro de sus territorios (cenobios, monasterios, capillas, templos y museos conventuales, etc.), fueran tomados en cuenta en este legado de la historia tridimensional que fusiona espontáneamente el patrimonio material con el inmaterial.
En la solicitud a la Unesco enfaticé el valor que por su conservación y uniformidad mantenía el emplazamiento añejo de 78,89 hs., delimitado naturalmente por el volcán Ruco Pichincha, las lomas de la ‘Chilena’ (San Juan), el Itchimbía y el Panecillo, y el margen derecho de la cava de los ‘Gallinazos’ (Jerusalén); y urbanísticamente por las vías actualmente denominadas 24 de Mayo, Chimborazo, Mires, Imbabura, Mejía, Olmedo, Manabí, Montúfar, Rocafuerte, Paredes y Morales. Fuera de este contexto nuclear, incluí a los templos parroquiales Guápulo, San Blas, Santa Bárbara, San Marcos y San Sebastián, El Belén, a las recoletas San Diego, San José del Tejar, Peña de Francia (Buen Pastor), San Juan y El Tejar de los jesuitas (hospital San Lázaro) de 12.70 hs. Áreas que arrojan el total de 91.72 hs.
El aval legal fue proveído por el plan regulador Normas de Quito (1967), que demarcó la zona de interés histórico a través de las ordenanzas del Municipio de Quito 1377 (1971) 1727 (1975). Al existir el fundamento oficial en ejecución, el interés del organismo rector por mantener el carácter urbano/arquitectónico (Municipio del Distrito Metropolitano de Quito), las condiciones histórico/plásticas originales, el uso privativo de los conjuntos religiosos, la uniformidad amalgamada de las construcciones civiles, pude subrayar (acorde con Rodrigo) el concepto que resumió los afanes ecuatorianos: el centro histórico de Quito (91.72 hs.) es el de mayor tamaño, menos intervenido y mejor conservado de Hispanoamérica, el cual emplazado en un entorno natural sin par deja ver la sui géneris identidad.
Mi estudio (20 de marzo de 1978) cristalizado en la ficha/inventario (Unesco) “Convention corncerning of the World Cultural and Natural Heritage. World Heritage List Form, January 1978” que adjuntó planos siglos XVIII, XIX y XX, ordenanzas municipales, fotografías, películas, libros de arte quiteño, fue enviado a París. Tarea que llevé a cabo en la Dirección Nacional de Patrimonio Artístico (INPC), con el apoyo de Cecilia Moreano de Jiménez (artístico/iconográfico), Rosario Arregui (logístico) y Marco Bahamonde (planos de Quito, siglo XX).
En la segunda sesión, en Washington, D.C., el 8 de septiembre de 1978, las dos solicitudes ecuatorianas fueron aceptadas por unanimidad. De esta suerte, desde 1978 el centro histórico quiteño (incluido el santuario de Guápulo y las otras zonas indicadas) es patrimonio cultural de la humanidad, iniciando -a la par de Cracovia (Polonia)- la lista de urbes protegidas por la Unesco. Rodrigo Pallares, presente en dicha reunión como delegado oficial de Ecuador, pudo saborear el triunfo obtenido como fruto de las gestiones realizadas y del estudio que probó la vigencia del patrimonio cultural quiteño.
Si bien en 1978 todavía la Unesco no había establecido los criterios de excelencia, el Quito viejo se identifica con el N° 2: “[…] ser la manifestación de un intercambio considerable de valores humanos durante un determinado período […] en el desarrollo de la arquitectura, las artes, la planificación urbana […]; siendo importantes la autenticidad, los materiales, la mano de obra y el estado de conservación, el mismo que debe ser evaluado en comparación con el estado de otros bienes semejantes de la misma época.
Ecuador y en especial Quito deben a Rodrigo Pallares Zaldumbide la conservación sistemática y la puesta en valor nacional e internacional de su patrimonio cultural, pues él fue el ideólogo en solitario y gestor exclusivo de la propuesta que Ecuador dirigió a la Unesco. Además, Rodrigo fue quien proyectó la creación de un ente gubernamental técnicamente organizado y financiado con un porcentaje del impuesto a la renta del Distrito Metropolitano de Quito para que los bienes históricos del casco antiguo asolados por el terremoto de 1987– puedan ser restaurados. El Congreso Nacional aprobó este concepto creando el Fonsal en 1988 (hoy, IMP).
He creído primordial añadir la opinión que de Pallares Zaldumbide tiene un experto extranjero: “Él fue también quien impulsó el Convenio con España que me llevó a Quito. Era un soñador capaz de embarcar a los demás en sus planes optimistas y de hacerlos realidad. El motor espiritual que hace falta en las grandes empresas. Además, fue un señor con clase, una especie siempre rara… (José Ramón Duralde, arquitecto restaurador madrileño, director de las obras realizadas por el Instituto de Cooperación Iberoamericana en América española; Madrid, 09/2016).
En el año 2011 la Unesco requirió de Ecuador la actualización de los datos consignados en 1978 con la posibilidad de añadir zonas de amortiguamiento. Para este estudio, llevado a cabo en el Fonsal, conté con la colaboración de Pablo Viteri (técnica), de Carmen Naranjo (logística) y de Rómulo Moya (Trama Ediciones: planos individuales de las edificaciones religiosas). Finalmente, debo felicitar a las administraciones municipales capitalinas que han trabajado a través de más de 50 años en pro de la salvaguarda del patrimonio quiteño.
*Historiadora del arte y especialista en patrimonio cultural.