Prensa libre, una quimera de los saudíes

Robert Mahoney, del Comité de Protección de Periodistas, defiende a Khashoggi. Foto: AFP

El periodista saudí Jamal Khashoggi entró al Consulado de su país en Estambul el 2 de octubre. Debía hacer unos trámites para casarse con su novia turca, Hatice Cengiz, quien lo había acompañado ese día. Finalmente, ella se quedó afuera esperándolo.
“Nos vemos pronto, espérame aquí”, le dijo. Llegaron a las 13:00, y a las 16:00 ella entró en pánico. Hatice habló con el guardia, llamó por teléfono al Consulado. Todos le dijeron que no había nadie adentro.
Ella iba todos los días al Consulado pensando que había sido detenido. Pero “cuando se supo de la existencia de un equipo entero llegado de Arabia Saudí, mi preocupación aumentó”, dijo Cengiz al diario turco Sabah.
Así comienza la intriga sobre la suerte de este periodista, un día cercano al poder de Riad, luego su crítico, autoexiliado en Virginia, Estados Unidos. Allí escribía una columna para el diario The Washington Post, en donde sintió más libertad para revelar las restricciones al libre pensamiento en su país y que lo convirtió aún más en un objetivo político del príncipe heredero Mohammed bin Salman.
Los poderes extraordinarios adquiridos por Salman terminaron separándolo de Jamal, quien varias veces fue algo así como su vocero no oficial. El Príncipe heredero ha modernizado varias cosas en el país: menos restricciones para las mujeres, un renovado impulso a la economía para que no sea tan dependiente del petróleo. Pero la libertad de prensa es una quimera.
Según Reporteros Sin Fronteras, al menos 15 periodistas y blogueros han sido detenidos en Arabia Saudí desde septiembre del 2017. Hay un común denominador: son desapariciones. Nadie conoce adónde han sido trasladados ni bajo qué cargos. En ocasiones, como ocurrió con Saleh el Shihi, sus familiares, amigos y colegas solo supieron de él cuando ya fue condenado a cinco años de prisión por insultar a la corte de ese país en el marco de una ley contraterrorista.
Desde el 2014 se aplica esta ley antiterrorista para los delitos de opinión. Y su fuerza punitiva prioriza los blogs. Más de un millón de páginas web han sido bloqueadas y hay que pedir permiso al Ministerio de Información para tener un blog o siquiera emitir una opinión. Ni siquiera los cibercafés están exentos, según la organización PEN Internacional: “Están sujetos a vigilancia y muchos sitios de Internet en los que se discuten cuestiones políticas o derechos humanos están sujetos a censura. En julio del 2012, el Consejo Shura anunció que estaba redactando una ley para castigar a quienes ‘critican el Islam’ a través de redes sociales”.
El bloguero Raif Badawi bien pudiera contar cómo sus reflexiones laicas le acarrearon serios problemas. En su blog ‘Liberen a los liberales saudíes’, proponía que Estado y religión deben separarse. En el 2012 fue detenido bajo la imputación de apostasía, de haber insultado al Islam por medios electrónicos. Su condena fue de 10 años de prisión y 1 000 latigazos. Piadosamente, esa pena se infligió en tandas de 50 cada viernes, hasta cumplir el millar. La presión internacional logró que el Régimen suspendiera el castigo físico luego de los primeros 50.
Las detenciones no reconocidas se repiten. Son muchos los casos que se pueden contar, como el del economista y periodista Esam al Zamel. Recién se reconoció de su detención a inicios de octubre, cuando comenzaba el juicio luego de un año de su ‘desaparición’. ¿Su culpa? Criticar la estrategia económica en Twitter.
Turad Al Amri está desaparecido desde el 2016, luego de tuitear condenas a la represión sobre medios de comunicación y el bloqueo a un blog que publicó un artículo crítico. Y del poeta y periodista Fayez ben Damakh no se sabe nada desde septiembre del año pasado, cuando estaba a punto de estrenar un canal de noticias en Kuwait.
Y Riad no dice nada. Como tampoco dice nada claro sobre la suerte de Khashoggi. La explicación oficial ha sido la de reconocer que sí estuvo en el Consulado, pero que salió de allí. Luego de eso, desapareció.
Según autoridades turcas y estadounidenses, citadas bajo reserva de la fuente por The Washington Post, no salió jamás del Consulado.
Hay hechos que permiten creer que no salió. El video registra su entrada al Consulado, mas no la salida. Ese 2 de octubre de su desaparición, 15 saudíes viajaron a Turquía. A las 12:14 llegaron al Consulado. Poco después, llegaba Khashoggi. Y en las investigaciones de la inteligencia turca hablan de tortura, descuartizamiento y que sus restos fueron diluidos en un ácido.
Las transcripciones de los audios que se han hecho públicas son estremecedoras. El médico quien descuartiza a Jamal dice a los otros: “Pónganse los cascos y escuchen música. Cuando hago esto escucho música. Así se rebaja la tensión”.
El jueves, el Washington Post publicó lo que es su última columna. La califica de “póstuma”. En la nota introductoria de la editora de Opinión Global de ese diario, Karen Attiah, se dice que recibieron la columna del traductor de Jamal Khashoggi un día después de que se supo de su desaparición; la intención no era publicarla hasta que volviera. “Ahora tenemos que aceptarlo: eso no va a ocurrir (…) Esta columna capta perfectamente su compromiso y pasión por la libertad en el mundo árabe”.
Arabia Saudí es uno de los países con menor índice de libertad de prensa según Reporteros sin Fronteras: 169 de los 179 evaluados por esta organización. En su columna en mención, Khashoggi recuerda que solo hay un país, Túnez, que está considerado como un país libre para la expresión. Dice Jamal: “como resultado, los árabes que viven en estos países están igualmente desinformados o mal informados. No pueden abordar adecuadamente, mucho menos discutir públicamente, temas que afectan la región y sus vidas cotidianas”.
Ahora, Arabia Saudí vive una presión de aliados que amenazan boicotear el foro empresarial de esta semana en Riad.