María Susana Vela fue profesora de colegio, en temas relacionados a la historia, durante 13 años; sigue en el rubro de la enseñanza de biodanza. Foto: Armando Prado / EL COMERCIO
Hacerlo y poderlo todo, todo el tiempo. Esa es la ficción que nos aqueja. Embebidos de un ethos que combina las obsesiones tecnócratas y ‘geeks’ vamos, hiperactivos y mustios, corriendo de un lado a otro. Pero a María Susana Vela no le pasa.
Ella es distinta, se toma su tiempo, sabe cuáles son sus ritmos y los respeta. Por eso es la persona idónea para mantener esta conversación sobre la hiperactividad, esa nata pegajosa e invasiva que recubre la vida actual.
Relajada y risueña. Los ojos celestes y encendidos. La voz y la actitud, juveniles. Las ideas claras. Conversamos en un auto porque no hay otro lugar donde hacerlo, y a ella, por supuesto, eso no le estresa ni le importa.
Y antes de que empiecen las preguntas, María Susana comenta, muy suelta, sobre este ritmo acelerado que vivimos, “en ese querer hacer cosas, en ese querer ganar más, en ese ganarle tiempo al tiempo y nos olvidamos de ser nosotros mismos, de sentirnos en nuestro propio cuerpo”.
La realidad que describe no es ajena a la mayoría; desde el rango más alto hasta el más bajo de la escala laboral, hombres y mujeres hemos sido atrapados por la necesidad de hacer cosas, o de hacer que parezca que las hacemos.
En cualquier caso, es una inversión enorme de energía, que ha redefinido la forma en que nos relacionamos y producimos; también la forma en que nos proyectamos, que anhelamos y hasta la forma en que amamos: al apuro o a medias, de forma insatisfactoria. Sometidos por las leyes de la hiperactividad.
¿Por qué nos pasamos evitando el sosiego?
Yo diría que un poco nuestra cultura nos lleva a la culpa. A la culpa de si estoy sentada sin hacer nada soy una ociosa, pues. Entonces empezamos a perder el valor grandioso que es encontrarnos con nosotros mismos; de un momento de, sin estar dentro de meditación, estar con nosotros mismos.
¿Y cómo se logra eso?
Bueno, yo practico un sistema de vida que se llama biodanza, que es la danza de la vida. En esta danza cuando hacemos el trabajo vamos de la sensación de identidad y, con ciertos ejercicios, llegamos hasta una suerte de encuentro con nosotros mismos, de nuestra propia esencia.
Por ejemplo, personas que no hagan biodanza ni estén conectadas con este tipo de prácticas corporales, al estar quietas, sentadas un rato, ¿ya pueden empezar un proceso distinto?
Sí, porque inicia un proceso de autoconocimiento, y más que de autoconocimiento yo diría de reconocimiento de todo lo que somos; somos seres que necesitamos estar en movimiento, pero también necesitamos el descanso. Necesitamos estar en quietud.
¿A quién cree que beneficia esta necesidad que tenemos como sociedad de estar haciendo algo –cualquier cosa– todo el tiempo?
Realmente yo no diría que hay beneficio; más bien es un perjuicio porque nos desconectamos de la vida, nos desconectamos de nosotros mismos, vivimos en función de conseguir cosas. Entonces nos hacemos más materialistas.
La actividad permanente, en cualquier ámbito, ¿es una garantía de buenos resultados?
¿Y a qué hora crean? ¿A qué hora tienen esa posibilidad de quedarse quietos mirando un cielo azul, por poner algo precioso? De decir: Me gustaría hacer esto, pero no tengo tiempo, porque estoy siempre corriendo. Darse ese momento para contactarse con uno mismo y decir: Bueno, qué quiero, qué me gusta, qué más hay para mi vida.
Pero, por ejemplo, la gente con mucha responsabilidad: gerentes, directores, presidentes, políticos… creen que estar todo el tiempo de un lado al otro u ocupados significa que están siendo eficientes.
Tomándose un momento de descanso para saborear una taza de café también están haciendo mucho, por una razón muy simple: ese es un momento para la reflexión, un momento para sentir que esa tacita de café me está dando bienestar; y si yo estoy bien, mi empresa está bien. No tengo que estar todo el tiempo con la ruma (la palabra no existe, pero ella la usa en el sentido de gran cantidad) de papeles, la ruma de llamadas o con la ruma de reuniones y con la ruma de gente, que uno dice una cosa, otro dice otra cosa, y la vida se convierte en una Torre de Babel de repente. Entonces yo creo que es indispensable que el ser humano se reconecte consigo mismo. Y la reconexión no se da en el barullo y en la locura, se da en la quietud y en el silencio. Yo diría que la palabra clave es reconexión.
Esta semana, en un foro, un asambleísta se jactó de trabajar 16 horas diarias. ¿Qué opina de eso?
Yo le preguntaría cuál es su rendimiento. Porque el ser humano no está diseñado para trabajar tanto; está diseñado para trabajar dos horas y cortar la actividad por lo menos por 15 minutos o media hora, para que su cerebro se reponga y pueda seguir trabajando.
Si no, es medio estéril
Sí. Y por otro lado yo le preguntaría al señor asambleísta qué significa para él trabajar 16 horas. Qué siente con jactarse de que trabaja 16 horas. ¿A qué hora come, a qué hora duerme, a qué hora vive? ¿A qué hora mantiene buenas relaciones o establece relaciones sanas con las personas de su entorno? Porque se supone que si está trabajando 16 horas está dando órdenes, haciendo un montón de cosas…
En el caso de que está realmente trabajando.
Exactamente.
¿La hiperactividad, como actitud no como enfermedad, es ya un mal de nuestro tiempo?
Claro, es una perversión de nuestro tiempo. Todo lo que se va contra nuestro organismo es una perversión, pues. Lo que estamos haciendo es agrediéndonos, dañándonos, matándonos.
¿Por qué consideramos que el trabajo sin descanso es un hecho positivo y hasta deseable?
Yo creo que es una desviación de las creencias culturales. Fíjese que el creador de la biodanza, Rolando Toro, un chileno que murió en el 2010, decía que los seres humanos estamos enfermos de civilización.
¿Esta hiperactividad es el reflejo de alguna angustia, de alguna carencia?
Claro, claro. Siempre estamos en la necesidad de llenarnos de cosas, de llenarnos de situaciones, de llenarnos de trabajo, de algo que nos distraiga de la vida, como decía Facundo Cabral.
¿Por qué querremos tanto distraernos de nosotros mismos?
Porque es una confrontación muy fuerte esto de sentir; vivir desde la emocionalidad es sumamente confrontativo, porque ahí nos damos cuenta de que somos solo seres humanos, que sentimos dolores, penas, alegrías. Y el sentir nos lleva a otro ámbito, a un campo más de piel.
¿Qué oportunidad tenemos de entender o de poner en perspectiva los hechos que nos rodean, si estamos siempre ocupados?
Ninguna, ninguna. Estamos distraídos de la vida.
¿Qué cree que les ocurre a un cuerpo y a una cabeza que nunca se desconectan ni descansan o lo hacen muy poco?
Se enferman. Literalmente se enferman porque empiezan a descalibrarse. El cerebro necesita las ocho horas de sueño para reponerse. Y según las medicinas orientales hay una hora en la que cada órgano se va reciclando. Y el cerebro es el que va regulando toda esa actividad, y si es que no le damos paz al cerebro, se acumula la información y ya no soñamos, por ejemplo; somos sociedades que ya no sueñan. Y el soñar es descargar la psiquis. Entonces ya no nos acordamos de los sueños aunque soñemos, porque el cerebro está desconectado. En la persona que no descansa, que duerme cuatro o cinco horas, primero, el envejecimiento es evidente. Y luego es una persona que empieza a olvidarse de las cosas; cómo puede ser que haya gente de 40 o 45 años que se olvide de todo. A esa edad el cerebro es todavía joven, pero si está agotado…
¿Cómo describiría a esta sociedad que está llena de acciones y es tan escasa en reflexiones?
Enferma. Es una sociedad enferma, materializada, que ha perdido la capacidad de vivir en las sensaciones, en las emociones; ha perdido la capacidad de vincularse desde el afecto.
¿Qué ganaríamos si le devolviéramos al sosiego su lugar en nuestras vidas?
Volveríamos a ser felices. A ser gente sin complicaciones, gente sin esa locura de tener, y les daríamos su verdadero puesto a las cosas materiales.