Habrá sido 1982 o 1983 cuando Silvio Rodríguez y Pablo Milanés cantaron juntos por primera vez en un escenario quiteño. La presentación de esos dos genios de la Nueva Trova Cubana fue quizás uno de los momentos más memorables, no solo para la música en una ciudad en donde los conciertos de gran nivel escaseaban, sino también para la izquierda ecuatoriana. Se trataba del encuentro con el “compromiso revolucionario”, que juntaba una estética con la fiesta. Porque fue una fiesta lo que se vivió en los graderíos. Durante todo el concierto, los que fueron al Julio César Hidalgo coreaban entre canción y canción “¡Con el ejemplo de Cuba! ¡Ayer Nicaragua, hoy El Salvador, ese es el camino para el Ecuador!”.
Julio resulta ser el mes de las revoluciones armadas de la izquierda latinoamericana en el siglo XX. Se marcaron los dos hitos mayores de un proceso que, porque así lo indicaba la historia, llevaría irremediablemente a todo el continente al socialismo.
El 26 de julio de 1953, Fidel Castro lideró la toma del cuartel de Moncada, en Santiago de Cuba. Fue un fracaso. Lo detuvieron poco después y salvó su vida gracias a la intervención de la Iglesia, de su suegro y de su cuñado, de nombres Rafael Díaz Balart, funcionarios de alto rango de Fulgencio Batista, a quien Castro derrotó el 1 de enero de 1959 como líder del Movimiento 26 de julio.
La última gran gesta ocurrió el 19 de julio de 1979. El Frente Sandinista de Liberación Nacional se tomaba Managua y ponía fin a la dictadura de 42 años de la familia Somoza.
Fueron acontecimientos que suponían un proceso histórico inevitable: el imperialismo, última fase del capitalismo, comenzaba a derrumbarse en territorios que consideraba su patio trasero. Cuba y después Nicaragua eran las tierras donde se concretaban las utopías por un mundo mejor, con menos pobreza, mayor igualdad, educación, deporte, salud.
Los jóvenes latinoamericanos de aquellos años entendieron que ese era el camino. Les tocaban sus sensibilidades. Era la revolución de poetas, músicos, teatreros, cineastas… La cultura siempre fue territorio propicio para la izquierda y en aquellos años había que ser un artista comprometido. Si era panfletario, mejor. Y de todo había que hacer una lectura revolucionaria.
Es de ingenuos no reconocer que Cuba logró mucho: erradicó el analfabetismo, tuvo un extraordinario sistema de salud. El deporte -menos el fútbol- iba en constante progreso: era la carta de presentación de América Latina en los Juegos Olímpicos.
Castro resultó el héroe de la épica de un pueblo pobre en una isla pequeña, que se atrevía a decir ‘no’ al país más poderoso del mundo y que estaba solo a 90 millas. Es el arquetipo del pequeño que vence al gigante y que toca sin duda las íntimas fibras humanas. Fidel ocupa en el mundo ese lugar en que su nombre sin apellido basta para saber de quién se trata. Se lo puede odiar o amar, estar a favor o en contra, pero nadie puede negar la imponencia de su figura y su rol en la historia del siglo XX.
La nicaragüense tuvo otros problemas, tambaleó casi desde el inicio. No hubo que esperar mucho, más allá del efecto de los ‘contras’, para que el fraccionamiento interno sacudiera al sandinismo, que luego de perder las elecciones en 1990, terminó como propiedad de Daniel Ortega. Ahora, en el poder desde el 2007, persigue y detiene a sus rivales en las urnas.
La protesta del 11 de julio pasado en Cuba (tampoco se pueden descartar las que hay en Nicaragua desde hace algunos años), nos presenta un dilema. Como dice el escritor y periodista Abel Gilbert “Cuba representa un problema del pensar y el pesar”.
Siempre se puede acusar al embargo como la causa de todos sus males. Y sí, perjudicó en mucho, pero Cuba pudo comerciar con el resto del mundo.
Lo que hay es un agotamiento con el modelo, de una economía aún estatizada y por tanto burocratizada. Hay que imaginarse nomás un mundo en el que algo tan cotidiano, como comprar pan, signifique una hora o más de fila como si de un trámite en un ministerio cualquiera se tratara. “Es necesario hablar del hartazgo de un sector de la sociedad, con su componente generacional y de extracción de clase –barrios populares y hacinados, afrocubanos y excluidos del trasiego de las remesas-”, añade Gilbert.
Este dilema también se nos presenta cuando tenemos que pensar regionalmente. Y al parecer ninguna de las protestas nacieron de una legítima indignación. Si en Ecuador, Chile y Colombia se acusó al castrochavismo de financiarlas, en Cuba, Nicaragua y Venezuela, fue la CIA, el imperio estadounidense.
Pero, como dice el escritor Leonardo Padura, es “el resultado de la desesperación de una sociedad que atraviesa no solo una larga crisis económica y una puntual crisis sanitaria, sino también una crisis de confianza y una pérdida de expectativas”.
Irónicamente, la Revolución Cubana y la sandinista tienen un origen común: combatir una dictadura. Pero, tras sus triunfos, cargan sobre sí el peso de convertirse en aquello que condenaron. Partido y pensamientos únicos son una negación del ser humano.
Los que no se alineaban eran sometidos, encarcelados, ejecutados, enviados a campos de trabajo. No es que los de la izquierda no lo sabían. Se hacían los desentendidos porque la libertad adquirió un valor burgués y solamente tiene sentido cuando es algo nacional frente al imperio. “Cuba, primer territorio libre de América”, decía radio La Habana Cuba. Pero lo cierto es que Cuba nunca fue un país libre, ya sea de España, Estados Unidos o del dominio soviético con Fidel Castro.