En el más famoso soliloquio de Shakespeare, Hamlet dice, pensando en su destino aún incierto: “¿Qué es más noble al espíritu: sufrir golpes y dardos de la airada suerte, o tomar las armas contra un mar de angustias y darles fin a todas, combatiéndolas? Morir… dormir; no más”.
Personajes de una tragedia menor, todos, cada mañana, aún sin estar conscientes, nos hacemos esa misma pregunta antes de abandonar las sábanas y de acometer las acciones de la jornada.
Tanto los biólogos como los científicos sociales afirman que la acción se da cuando un ser vivo pierde un equilibrio que necesita para vivir. Debe moverse, cambiar su entorno para recuperar ese estado de equilibrio. Por ejemplo, un leopardo siente hambre, pues comió hace 12 horas y su organismo ya necesita nutrientes, deja su descanso y se lanza a la sabana para cazar un antílope. Lo atrapa y devora; recupera su equilibrio y vuelve al reposo.
Como los demás animales, los humanos actuamos para restablecer equilibrios que hemos perdido, pero los nuestros son de índole muy variada: energéticos, afectivos, intelectuales. Nuestras acciones son diversas y, conscientes como somos, podemos cuestionarlas y hasta plantearnos, como Hamlet, la inacción: “Morir… dormir”.
Santiago Peña, en un fascinante ensayo, reflexiona sobre la estética de la indolencia. Podemos pensar en varios personajes apáticos. Quizás uno de los más asombrosos sea Bartleby, una imaginación de Herman Melville, un amanuense a quien contratan en un estudio jurídico. Cuando le encargan cualquier tarea, responde: “Preferiría no hacerlo” y no hace nada. Su contingente es tan tímido y grave que su jefe decide no obligarlo a trabajar y se convierte así en su víctima, pues no puede librarse de él: despedirlo sería inhumano. Bartleby ha optado por una inacción que en la sociedad utilitaria y crematística del siglo XIX es una anomalía fantástica.
Hubo culturas que exaltaron la inacción. En ‘Gengi Monogatari’, novela japonesa del año 1000, escrita por Murasaki Shikibu, dama noble de Kioto, un funcionario caído en desgracia enfrenta su ejecución. El anciano se duele, más que por él mismo, por sus hijas quienes quedarán desamparadas tras su muerte; un sacerdote lo consuela haciéndole ver que sus acciones como padre no tienen injerencia alguna en el karma de las muchachas, que él no podría protegerlas, aún estando vivo, pues el destino de las jóvenes dependerá de su conducta en sus vidas pasadas: si han sido virtuosas en ellas, serán felices; si no lo han sido, nada las librará del sufrimiento.
La pena del viejo, a pesar de los buenos oficios del religioso, no mengua.
Para cristianos como Blas Pascal, esa incertidumbre entre la acción o la inacción se resuelve anulando la voluntad del creyente, quien al renunciar a ella se conformará con expresar en sus actos la voluntad divina; sus acciones serán, pues, pensadas por la mente de Dios y dispuestas por Él; serán, por tanto, adecuadas y necesarias: Quien tiene fe, hace lo que Dios le impone… o está convencido de que sus actos -los que fueren, matar incluso- le están ordenados por la divinidad.
Los fieles del Vudú tienen menos confianza en la capacidad de los humanos para desentrañar la voluntad de la divinidad; en consecuencia, no actúan ni en bien ni en mal de las gentes que los rodean pues se consideran, sabiamente, incapaces de ver las últimas consecuencias de sus actos. Un gesto bondadoso puede, a la larga, ser perjudicial para quien lo recibe: quizá al darle una gran limosna a un mendigo, lo convirtamos en víctima de un ladrón que lo hiera para robarlo.
Filósofos ni sacerdotes pueden reducir esa incertidumbre que nos atraviesa: ¿Hemos de actuar, o no? Quizá debamos enfrentar nuestras acciones como los artistas encaran su trabajo: los creadores de imágenes, textos o músicas parten de una intuición casi amorfa, de un fantasma proveniente del pasado individual o colectivo, un espectro apenas opaco alrededor del cual van condensando sus obras hasta que logran darles una forma.