Uno de los mayores problemas de nuestros tiempo es que vivimos tan de prisa, que olvidamos principios y valores espirituales, base fundamental de la existencia de los pueblos. Sin embargo -y por suerte- aún pervive en el alma de las gentes del medio rural el sentido de que la prisa no radica en el materialismo sino en su cotidianidad, en su relación con el medio que les rodea y en su vínculo con la energía imperante en su ámbito natural.
Michael Lafroin, viajero francés de mediados del siglo XIX, señalaba: “Estas gentes de la Serranía viven en medio de su pobreza; pero son felices por cuanto tienen la libertad que les ofrecen sus espíritus que viven en los montes y collados. Ellos les acompañan en sus alegrías y dolores; en sus lamentos y jolgorios; en sus idas y venidas; en la vida y en la muerte. (…)
He aprendido que para vivir no se necesita tanta comodidad material, sino que se requiere de un sentido de solidaridad, ayuda mutua y respeto a sus costumbres. Ello hace que la vida sea llevadera en todo sentido…” (Lafroin, Registro de un viajero francés por el Ecuador en 1875, París, 1904).
Silvio Luis Haro Alvear, señala que los indígenas viven persuadidos de que todos los seres materiales y aún los espirituales, están sujetos al poder de los espíritus. Son los llamados ayas, así como a las energías negativas conocidas como supays, las cuales eran más numerosas que los ayas, ya que vivían en rocas, ríos, cadáveres, montes, plantas como la “pasas y te rasco”.
Por eso, cuando los caminantes pasaban junto a estas matas debían decir “mamitica, buenos días (o tardes) déjame pasar con tu gusto” (Sevilla, Eloy, Mitos y costumbres de los pueblos de Imbabura).
Si no lo hacían, y se burlaban de ella, en el momento comenzaban con sarpullidos en las manos, al extremo de que debían regresar y decir “mamitica, perdóname, nunca más te ofenderé” y casi al instante se curaban.
Personalmente comprobé esta situación en un viaje que realizamos hace varios años con alumnos de la PUCE (sede Ibarra) a la zona de La Concepción, cantón Mira, Carchi. Nuestro guía nos advirtió que saludáramos a la planta. Muchos lo tomaron con hilaridad.
Luego de pasar por el arbusto, no pocos estudiantes fueron afectados. Creemos que se trataba de algún vegetal poseedor de una sustancia tóxica, la cual es propia de matorrales de la zona del río Mira, como afirma Misael Acosta Solís en sus estudios sobre plantas de esta región.
Otro supay muy popular es el ‘cuichi’ o arcoíris, al que le atribuyen poderes especiales, y que causa graves daños sobre todo entre las mujeres embarazadas. Por esto, “ellas debían pasar bien arropadas en sus casas hasta que desaparezca el “cuco”. Si les sorprendía en el campo, debían guarecerse de inmediato, so pena de producirles arrojos o enfermedades de sus niños cuando nazcan”, dice Sevilla.
Estas creencias se mantienen hasta nuestros días, no con la intensidad de tiempos pasados, pero aún ejercen poderosa influencia en el medio rural.
Ahora, una de las formas de “aplacar” el influjo de los espíritus es mediante el empleo de ‘gualcas’ o collares, así como adornos con figuras de búhos y lechuzas metálicas, muy usadas sobre todo por indígenas del Austro ecuatoriano. Los naturales de Imbabura y de la zona de Cayambe, sobre todo las mujeres, emplean manillas en las manos con terminaciones de figuras metálicas con formas humanas, para protegerse del mal de ojo y otras “brujerías”.
En nuestro mundo mestizo, a los niños recién nacidos se les colocan pequeñas manijas rojas para evitar el espanto y el malaire confeccionadas con mullos plásticos, adornos que son previamente ‘animados’ mediante el soplo de aguardiente, incienso y aromas diversos, trabajo que realizan sobre todo las llamadas “curanderas”, que se ubican en los mercados de pueblos y ciudades.
En cuanto a los espíritus buenos, estos son pocos pero poderosos, tal como ‘taita jucu’ propio de Imbabura; el ‘huu-pu-pay, cuidador de los muertos’, o el ‘sacha runa’ médico y curandero de la selva, que “todo lo sabe y todo lo cura”, sostiene Haro.
El Huu-pu-pay sale de preferencia en el mes de los muertos (noviembre) o cada vez que fallece una persona. No se asoma cuando un niño muere.
Esto lo comenta fray Elías Robledo, religioso franciscano quien venía desde Lima a Bogotá en 1892. Debido a las copiosas lluvias de la temporada debió quedarse en el convento de su comunidad en Otavalo.
“Para los naturales de este pueblo, los muertos no son seres que dejan de existir: simplemente cambian de presencia para convertirse en energías ambulantes que cuidan a los vivos, razón por la que los entierros de difuntos no son otra cosa que motivos de grandes fiestas, baños rituales, raras ceremonias en donde intervienen no solamente la
familia sino toda la comunidad”, dice Robledo.
Y añade: “Los frailes me han contado con detalle las costumbres de los naturales, que a pesar de los siglos pasados entre su antigua condición y luego su estado de dominación colonial y ahora, a pesar de lo que se diga, los indios siguen en su condición despótica por los malos gobiernos que con pena han surgido luego de las guerras de la independencia desde hace varios años”.
“Cuando muere alguien, el personaje que dirige los ritos no es el sacerdote, sino el chamán o urcu, que es el sabio de su comunidad, que prepara el cuerpo amortajándolo, bañándolo, regándolo con flores y olores de inciensos a base de romero y otras hierbas. El urcu es quien aconseja al muerto cómo debe viajar y que es lo que no puede olvidar de lo que deja en la Tierra. También le recomienda no espantar a los guaguas ni a los viejos y le ordena no visitar los caminos viejos sino rondar por los cercados para que no le tengan miedo”.
En cambio, Serafín Balarezo publicó en 1934 el libro ‘Andanzas de nuestros frailes’, también sobre el Huu-pu-pay: “La vida de los comarcanos gira en torno a la presencia de espíritus buenos y malos, destacándose entre estos el alma de sus difuntos, a quienes cada 2 de noviembre visitan en sus tumbas, pero no siguiendo la costumbre cristiana sino creen que ese día los muertos reviven y salen de sus tumbas para ser visitados por sus parientes y amigos, razón por la que en horas muy tempranas las madres, viudas e hijos van a la pobre tumba llevando comida, frutas y regalos que en vida gustaban al fallecido, todo bajo la mirada del espíritu Huu-pu-pay, que cuida cumplan lo que mandan las costumbres”
El 2 de noviembre, para los indígenas de nuestros días, no es día de muertos, sino de vivos; mantienen la antigua tradición de sus abuelos.