A 800 metros del puerto pesquero de Santa Rosa se instaló una granja flotante. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO
El motor de la lancha Kappaphycus se apaga al llegar a la granja flotante. Los surcos con ramas rojizas, amarillentas y verdosas se extienden como tentáculos frente a un panorama de altos edificios turísticos. Las plantas se bambolean suavemente con la marea, a pocos centímetros de la superficie.
Desde hace dos años el mar de Santa Rosa no solo da peces en abundancia, como ha sido durante siglos. De sus aguas -frías por esta época-, también brotan macroalgas.
“En unos 45 días, si hay buen sol, crecen, y están listas para la cosecha”, cuenta Kléber Reyes, mientras él y Carlos Arcentales, su compañero de faena, sumergen los brazos en el agua salobre para elevar un cordel cargado con la hierba marina, gelatinosa.
La Kappaphycus alvarezii es una especie de alga originaria de Indonesia y de las Filipinas, que se ha adaptado a las condiciones climáticas de la ensenada de Santa Rosa. Su cultivo es parte de un proyecto de maricultura emprendido en el 2014.
El entonces Viceministerio de Acuacultura y Pesca entregó 10 hectáreas en mar abierto a la Cooperativa de Producción Pesquera Artesanal Santa Rosa, en una concesión que durará 20 años. Ahí se espera que surja un semillero de alternativas productivas para los comuneros del sector.
La parroquia Santa Rosa del turístico cantón Salinas (en Santa Elena) desciende de los pueblos Valdivia, Machalilla y Manteño-Huancavilca, de quienes heredó la cultura marítima. Es, por tradición ancestral, un pueblo experimentado en la pesca y uno de los puertos artesanales más grandes del perfil costero.
Kléber y Carlos son pescadores desde que eran adolescentes; las largas faenas bajo el sol y el agua salada han curtido su piel. Hace dos años colgaron las redes para cuidar la granja de macroalgas, que por ahora tiene una hectárea habilitada para experimentación.
“Cuando el proyecto se amplíe serán 60 las personas beneficiadas. En promedio se entregará una hectárea por familia”, comenta Ramón González, presidente de la cooperativa Santa Rosa de Salinas.
Ubicado a dos horas de Guayaquil, Santa Rosa es uno de los principales puertos de pesca artesanal del país. Más de la mitad de su población depende de esta actividad, que es una herencia de pueblos ancestrales. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO
La granja está a unos 800 metros de la costa, a menos de cinco minutos en el bote Kappaphycus. Con cañas, los pescadores armaron celdas de cabos entrelazados como cordeles.
Esas líneas sirven para sembrar los tallos, de unos 25 centímetros de largo, que son suspendidos cerca de la superficie para que los rayos solares hagan su efecto. Al igual que las plantas, las macroalgas crecen por efecto de la fotosíntesis.
Cuando la cosecha llega se deja un 25% para resiembra y el resto va al campamento. Allí, sobre camas tejidas con caña guadúa, los arbustos son secados al sol por hasta cuatro días. La abundante sal que desprenden ayuda a su conservación.
Producir un kilo cuesta entre USD 0,60 y 0,70. Venderlo les dejará entre USD 1,10 y 1,20.
De la Kappaphycus alvarezii se extrae la carreginina, un aditivo empleado en los alimentos procesados que en pequeñas cantidades aporta como espesante y estabilizante. Los pescadores ya han contactado a cinco laboratorios como posibles compradores.
Para el presidente de la cooperativa, esta técnica servirá de apoyo económico durante las fases de veda de ciertos peces o cuando la pesca es escasa. “Las pangas cada vez tienen que alejarse más de la costa para buscar los cardúmenes. Antes viajábamos unas 20 o 40 millas; ahora hay que recorrer 150 y hasta 160 millas”.
Con cerca de 12 000 habitantes, más de la mitad de la población de Santa Rosa depende del mar. En una de sus vías principales destaca un monumento a su principal oficio: cholo pescador con un enorme pez dorado en sus manos.
Aquí anclan más de 800 pequeñas embarcaciones pesqueras, que al atardecer parecen pintadas sobre el gran lienzo del océano Pacífico. Una vez al año, todas dejan sus redes en tierra para zarpar movidas por la fe al Cristo Pescador.
El puerto no duerme. Los pescadores van y vienen por las calles, moviendo gavetas colmadas con el producto del día y trasladando lomos gigantescos sobre sus hombros.
Gaviotas, pelícanos, garzas, piqueros y fragatas sobrevuelan extasiados los mesones improvisados junto al muelle, atraídos por el penetrante aroma a mariscos frescos.
Aquí capturan rabones, dorados, peces espada, picudos, merluzas, bonitos, albacoras, atunes, pulpos, langostinos, camarones y otros. En un buen día cada lancha puede recoger hasta dos toneladas, aunque no sucede siempre.
El martes Rafael Tigrero consiguió dos dorados, que elevó como si fuesen trofeos. Samuel Malavé, en cambio, se conformó con unos pequeños cabezudos y pargos rojos que ofreció al paso en un mercado instalado en una de las orillas.
La riqueza de este puerto es una mezcla de factores. Por un lado, influye la desembocadura del Golfo de Guayaquil; y aquí también confluyen la corriente cálida de El Niño y la fría de Humboldt.
Por la pasividad de este mar, la Kappaphycus alvarezii crece sin inconvenientes, siempre bajo la custodia de sus cultivadores que procuran evitar la dispersión de la especie. Desde la primera siembra, Kléber ha visto cómo la granja se ha convertido en una especie de vivero que atrae a peces pelágicos, crustáceos y tortugas marinas. “Las algas han reactivado el ecosistema marino”.
Trabajo:
Pesca. Gran parte de la población vive del mar. Las pangas cargan hasta 2 toneladas.
Clíma:
Cálido. En esta época la temperatura varía entre 24 y 20°C, y puede llegar a los 35 y 40°C.
Población:
En la zona. La parroquia urbana llega a los 12 000 habitantes. Es parte del cantón Salinas.
Etnia:
Mestizo. Aquí se conservan las culturas Valdivia, Machalilla y Manteño-Huancavilca.