La secuela de ‘Maze Runner’ pone a los clarianos frente a los peligros de un desierto. Foto: Outnow.ch
Con vagos destellos de su pasado, Thomas despierta en un helicóptero que lo sacó a él y sus amigos del laberinto que los mantenía aislados del mundo exterior. En ‘Maze Runner: prueba de fuego’ Wes Ball regresa a la dirección de la segunda parte de la distópica aventura basada en la trilogía juvenil del novelista James Dashner.
La presencia de Ball en la dirección asegura que el filme mantenga una línea de continuidad en cuanto al estilo visual y narrativo, aunque el guión de la secuela reubique a sus protagonistas en un escenario distinto.
Albergado en un refugio, el grupo del laberinto se encuentra con otros jóvenes que han sido liberados de Cruel, una misteriosa organización que los mantenía prisioneros. La esperanza renace en ellos cuando se enteran de que cada día un grupo de personas es evacuado a un lugar donde tienen la oportunidad de empezar una vida distinta.
Pronto descubren que siguen cautivos y Dylan O’Brien toma el liderazgo y una vez más asume el riesgo de cruzar la frontera hacia lo desconocido.
Tras la fuga, el grupo se encuentra en medio de una sociedad en ruinas bajo la forma de un desierto postapocalíptico, en el que se van revelando una serie de peligros y obstáculos, incluidos los ‘cranks’, una especie de zombis infectados por el virus conocido como ‘la llamarada’.
La vasta experiencia de Ball en diseño y efectos especiales tiene un efecto positivo en el impacto visual de una cinta que sorprende con ágiles escenas de acción y que -en el transcurso de más de dos horas de duración- mantiene hasta el final la atención del espectador sobre la base de un misterio latente.
Pero también hay hechos tan intencionales que restan naturalidad y bloquean una interpretación más espontánea en un filme donde el encierro resulta tan pavoroso como el vacío de un desierto.