El metro de Nueva York pintado por españoles. Foto: ny Post
En la década de los 90, Quito amanecía con paredes pintadas de frases a las que no estaba acostumbrada. El término grafiti aún no era de uso común. Se denominaban pintadas a las consignas políticas de las izquierdas que pululaban en los muros al estilo de: “La educación burguesa embrutece” u “8 de octubre, día del guerrillero heroico”.
De pronto, la ciudad se vio inundada de lo que se podrían denominar ‘acciones poéticas’. Algunas eran memorables: “En este país solo seis personas se mueren de hambre: yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos”; “Proletarios del mundo, ¡uníos! (última llamada)”; “Afortunadamente los ecologistas también son biodegradables”; “Cuidado se te salga el poncho y se te reviente el bleris” (para las nuevas generaciones: los balones de fútbol de antaño tenían una cámara de aire, el bleris, que estaba dentro de la pelota, el nudo que impedía que el aire se escapara se cubría con un parche de cuero llamado poncho).
La pared –y tiene que ser la ajena- ejerce una seducción sobre personas que sienten la necesidad de hacer pública su palabra, la personal y la colectiva, y que no ven otro vehículo para ello sino los muros. Y mayormente los ecuatorianos hemos tenido que aprender a convivir con los grafitis.
En el país hemos sido formados, conscientemente o no, en la educación tradicional y con cierto orgullo patriótico con un grafiti que sintetizaba la idea de que los procesos independentistas no fueron verdaderamente revoluciones sino apenas el traspaso del poder de una clase a otra: “Último día del despotismo y primero de lo mismo”.
La incursión que implicó, según la denuncia del Municipio, violencia (es necesario aclarar que no se legitima en absoluto ese procedimiento) de parte de unos 20 jóvenes para dejar su marca en el primer vagón del metro y que ha escandalizado a no pocos, finalmente incorpora a Quito en la tendencia mundial de los jóvenes que buscan formas de dar visibilidad a su existencia en los vagones de un metro, que simbólicamente coloca a Quito en el grupo al que siempre anheló pertenecer: el de las grandes ciudades.
En los debates que se han dado en las redes sociales y en conversaciones, al parecer se legitiman los grafitis antes mencionados, pero no los del episodio que la mayoría de la ciudad ha condenado, al menos si confiamos en el sondeo publicado en EL COMERCIO y que no tiene la rigurosidad de una encuesta.
Pero la tendencia es clara: la condena procura -y sin mayores referencias- denostar desde la seguridad (“son vándalos”) y desde la estética (“no es arte”). Pero poco se ha hecho para entender qué está detrás de este fenómeno que ha sido objeto de estudios serios, académicos y no académicos, en casi todas las ciudades del mundo.
Curiosamente, muchos de los que han condenado los grafitis “de pandilleros”, han sostenido que aquellos de los años 90 eran propositivos, como no lo han sido estos que, por sus trazos, color y sentido, provienen de grupos que expresan la cultura hip hop, porque también hay grafitis punk, metaleros y, créanlo, fascistas.
Y esa condena proviene desde los mismos ejecutores del “grafiti poético” que procuraba “concienciar”, como dijo Álex Ron a EL COMERCIO. Quizá esta valoración contenga un prejuicio de clase. Los autores de los grafitis de los 90 venían de la clase media. Y sus futuros no transitarían permanentemente por esta vía. Uno terminó siendo un prominente funcionario de la Cartera de Educación; otro ejerce como un abogado destacado; otro fue un insigne fotógrafo.
Los que componen los hip hop provienen de zonas marginales, a los que no les interesa y no tiene por qué interesarles la educación de las visiones estéticas en las que dominan el canon, los discursos hegemónicos, Vivaldi, Camus, el vacío que Ron encuentra en estos jóvenes que se afirman en el hip hop, rap, reggaetón y “no hay más”.
Una pregunta pertinente antes de cualquier juicio sería si el arte debiera proponer y, luego, qué debiera proponer. Y el arte no siempre propone. De hecho, el arte solo propone en sí mismo. He ahí la preciosa inutilidad del arte: es un hecho en sí. Luego, los demás, queremos conferirle mensajes que serán aceptados según nuestra moral.
Y la extremación de esta valoración moral de estos grafitos no está en el trazo, en el color y en la transtextualidad (cómic, TV, cine) que contienen y en el desafío al sentido de la propiedad privada. “¿Qué tal si van y pintan las paredes de tu casa?”, preguntan desafiantes. Y es cierto que será muy desagradable amanecer y ver que la tapia de nuestra casa ha sido “pintarrajeada”.
Pero eso es no querer entender el fenómeno. Es más bien refugiarse ante lo que no conocemos y nos irrumpe. Es un sentimiento natural. “En la medida en que incursionamos por culturas no tan difundidas, con raíces menos extendidas en el curso de la historia, más dificultades tenemos de comprender ciertas conductas o algunas reglas de convivencia social”, dice el filósofo argentino Tomás Abraham.
Pareciera que el arte tiene la aspiración de llegar a los museos. Pero no todos anhelan esa consagración académica. No todos anhelan ser un Bansky o un Basquiat, legitimados por los grandes museos y que las élites culturales sí confieren valor y han llegado a pagar cientos de miles de dólares por una de sus piezas. Habría que ser obtuso para no encontrar la inmensa calidad que tienen. Pero la historia del arte y de la literatura nos enseña que ese lugar le es concedido a dos que tres personas de toda una generación. Además, ese no es el lugar que un grafitero no quiere ocupar.
Los grafiteros tienen dos necesidades: apropiarse de una ciudad que les es ajena y tener sentido de pertenencia e identidad en una ciudad que los ignora y hacerlo desde la ilegalidad. De no ser por el amordazamiento de los guardias (insistimos: un acto reprochable), hasta se podría decir que es una violencia que contiene una violencia más grave.
El grafiti -si se quiere mirar lo positivo- pudiera ser un desfogue de algún tipo de violencia que acaso se manifieste entre aquellos que no encuentran una vía para expresarse. Si bien uno de los elementos constituyentes del grafiti es el anonimato, lo es parcialmente en esta cultura: solo su grupo conoce su rostro. Los demás no, pero, por ejemplo, si se camina por el centro de la ciudad, habrá podido identificar a ‘iz-real’. Eso le confiere existencia.
En el documental ‘Style Wars’, cuyo guion lo escribió Henry Chalfant, graduado por la Universidad de Stanford en Cultura Clásica Griega y que es una de las voces más autorizadas sobre el grafiti, los “escritores” (así se definen), salen en “crew” (grupo) a los ‘bombings’ (bombardear). Y lo hacen por esa necesidad de darse a conocer: saber que su firma en movimiento recorre una ciudad que es puro movimiento y que es suya, muy a pesar de muchos.