El castillo que se levanta junto a la nueva Torre Alianza es otro ejemplo de adaptación, aunque levanta polémica. Foto: Julio Estrella / EL COMERCIO
Las ciudades actuales son las nuevas cajas de Pandora. En ellas caben -sin eufemismos– todos los males y todos los aciertos urbanos y socioeconómicos; incluidas las utopías, las desigualdades y la inseguridad, cada vez más rampante.
Las urbanizaciones y los edificios de alta gama, los barrios populares, los tugurios y las invasiones ilegales son consecuencias del mismo proceso.
En este tren vertiginoso, el afán por abrirse -hacia las periferias o hacia arriba- ha sido el motor que ha determinado y definido la morfología de las metrópolis. El caso de Quito es paradigmático.
La expansión hacia los extramuros y los valles colindantes y el impetuoso crecimiento vertical dejaron, como rezagos urbanos, pequeñas ‘islas’ y ‘lunares’ que no supieron, pudieron o quisieron subirse a los vagones del ‘progreso’.
Como explica Fabián Ibarra, quien rehabilitó la casa patrimonial perteneciente a la Universidad Andina, en muy contadas ocasiones se puede mantener la imagen urbana de un barrio o un inmueble que posea un estilo más o menos homogéneo, característico, como el Centro Histórico o La Floresta (que conjuga su original aire residencial con restaurantes y espacios culturales).
Lo común será el destino de La Mariscal, los barrios Larrea y América, la Colón… Aunque siempre quedará el rescate de las edificaciones con estilo y personalidad propios, que cuentan la historia de la ciudad y de sus habitantes; con sus sueños, alardes y gustos.
La transformación, explica Fernando Flores, empezó a partir de los comienzos de la nueva República. La ciudad colonial se transmutó con la arquitectura propia de los nuevos tiempos. Pocos lugares o edificaciones importantes -templos, conventos o algún barrio de estilo colonial- sobrevivieron a la nueva tecnología y al estilo neoclásico republicano proveniente de Europa.
La aparición sucesiva del modernismo, el racionalismo o brutalismo y, ahora mismo, el constructivismo y deconstructivismo, acabó por completar el ecléctico panorama urbano y por fusionar -como en un gigantesco cajón de sastre- edificaciones de los estilos arquitectónicos más diversos.
Con los tiempos que corren, es casi utópico imaginar una uniformidad de estilos. En cambio, es posible-y sobre todo deseable- que estos convivan respetuosa y armónicamente para poner en evidencia las decisiones históricas de la sociedad (con aciertos y errores) y para forjar un hábitat que cada vez más se defina por la unidad en la diversidad, afirma el urbanista Hernán Orbea.
En Quito conviven muchos estilos, pero la buena arquitectura se ve abrumadoramente invisibilizada por miles de estructuras anónimas cuyo espacio se lo ganan a los gritos y no con diseño, es el criterio de Jaime Izurieta Varea.
El mundo provee ejemplos de cómo edificaciones históricas pueden adaptarse a anexos contemporáneos de la manera más sensible y respetuosa.
El caso de la pirámide de cristal que Ieoh Ming Pei incorporó al famoso Museo del Louvre en París es, tal vez, el arquetipo más famoso de la acertada fusión de estilos y materiales en beneficio del desarrollo urbano.
De hecho, la diversidad de estilos en la ciudad es lo que la hace atractiva; los problemas son otros, reflexiona Izurieta.
Lo que no se debe hacer es falsear la historia levantando nuevos edificios remedando viejos estilos, como se hizo en el 2000 en la esquina suroccidental de las calles Guayaquil y Bolívar. Eso fue totalmente antiético, asevera Flores.
Varios arquitectos coinciden en que la capital tiene casos de comunión entre edificaciones contemporáneas y antiguas -algunas patrimoniales- que funcionan juntas en aparente sincronía: la casa museo de la Universidad Andina Simón Bolívar, la casa Lasso-Conto, junto al Palacio Legislativo.
Según el criterio de Izurieta, quedan para el recuerdo esas pocas casas históricas ahogadas entre rascacielos: vacías e impasibles como la del Banco Internacional; torpemente subsumidas, como el castillo de la 12 de Octubre; o delicadamente preservadas, como la de la Universidad Andina en la calle Toledo.
Para Ibarra, es patético el caso del castillo emplazado en la 12 de Octubre y Salazar que, por cierto, ha sido respetado pero al mismo tiempo humillado por una gigantesca mole.
La Casa Navarro, en la avenida 12 de Octubre, es un hecho excepcional, pues el Instituto de Patrimonio de la Ciudad se impuso y obligó a que se la restituya tal cual era antes de ser derrocada. Sin embargo, ahora funciona un comercio, ya no es vivienda (su primera tipología) y su sitio no es el original.
Para estas edificaciones solo hay tres soluciones, esgrime Flores: que se las derroque; se las rehabilite para adaptarlas a nuevos usos y funciones; o que se las restaure manteniendo las mismas funciones o como museos o centros culturales.
El paso de los años hace que toda ciudad se transforme y se cambie el uso de suelo, adaptándolo a las nuevas realidades. Ese es el caso de barrios residenciales que, por su ubicación estratégica en el entramado urbano, sufren una metamorfosis y se convierten en un centro administrativo, de comercio o de servicios, reafirma Ibarra.
En ese cambio radical se pueden perder valiosos ejemplos de estilos arquitectónicos pasados o, con algo de lógica, adaptarlos a la nueva dinámica citadina.