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El pueblo más perseguido de la Tierra

Cientos de refugiados rohinyás huyen hacia Bangladesh. Foto: Agencias

Cientos de refugiados rohinyás huyen hacia Bangladesh. Foto: Agencias

Cientos de refugiados rohinyás huyen hacia Bangladesh. Foto: Agencias

Imágenes aterradoras de poblados incendiados por los militares, mujeres violadas, niños y ancianos muriendo de hambre y miles de familias huyendo de la violencia hacia la frontera con Bangladesh recorren el mundo en estos días.

La pesadilla que viven cientos de miles de musulmanes de la etnia rohinyá en Myanmar (antigua Birmania) ha sido calificada por la ONU, Amnistía Internacional y Human Rights Watch (HRW) como un caso de limpieza étnica. Un ‘apartheid’ en el siglo XXI.

La ONU denunció que unas 1 000 personas han perdido la vida y que 420 000 han cruzado a Bangladesh desde el 25 de agosto, cuando el Ejército birmano inició una operación tras una ola de ataques de insurgentes del llamado Ejército de Salvación Rohinyá de Arakan, a puestos de control militares y policiales en el estado de Rakáin.

En Bangladesh, se multiplican los testimonios de supervivientes que narran cómo militares y turbas budistas birmanas violaron y mataron a sus seres queridos a balazos, machetazos... Otros fueron quemados vivos. HRW, que ha detectado a través de imágenes por satélite 214 aldeas calcinadas, afirma que son incendiadas de forma deliberada por el Ejército birmano. Se trata, subraya, de una de las tácticas principales de la campaña de limpieza contra esta minoría. Amnistía Internacional lo secunda: “Se observa un patrón claro y sistemático de abusos. Las fuerzas de seguridad rodean un pueblo, disparan a la gente que huye presa del pánico, y luego queman las casas hasta los cimientos. En términos legales, se trata de crímenes de lesa humanidad: ataques continuos y expulsión forzada de civiles”.

Se calcula que un millón de rohinyás viven en Myanmar (tiene 52 millones de habitantes, donde la mayoría profesa la religión budista), algunos desde hace generaciones. Pero los birmanos no les conceden ciudadanía ni derecho alguno, ya que no los reconocen como uno de los 135 grupos étnicos oficiales del país.

Por ese motivo, los rohinyás constituyen la mayor población apátrida del mundo. Desde 1948, cuando Birmania se independizó de Gran Bretaña, los rohinyás han sido víctimas de tortura, negligencia y opresión. Desde que les fue retirada la nacionalidad birmana en 1982, se impuso a los rohinyás muchas limitaciones.

El Estado les prohíbe casarse o viajar sin permiso de las autoridades y no tienen derecho a poseer tierra ni propiedades. No tienen acceso al mercado laboral ni a los servicios públicos (escuelas, hospitales).

Unas 120 000 personas están confinadas en campos para desplazados. Se cree que la brutal represión histórica en su contra ha creado una diáspora de por lo menos otro millón en varias partes del mundo.

La persecución contra los rohinyás evoca intensos recuerdos de otras tragedias, como el bombardeo y asedio de la ciudad de Homs, por parte de las fuerzas de seguridad del dictador sirio Bashar el Asad, el genocidio armenio o la guerra de los Balcanes.

La idea de impunidad con la que los jefes militares de Myanmar dictan órdenes de disparar contra miembros inermes de la etnia rohinyá se parece mucho a la de los generales de Slobodan Milosevic y Radovan Karadzic, que actuaban en Bosnia en los años noventa, al organizar operaciones de limpieza étnica y genocidio contra los bosniomusulmanes y croatas.

El conflicto étnico no resuelto en Myanmar tiene a organizaciones de derechos humanos y a líderes mundiales con los ojos puestos en la premio Nobel de la Paz de 1991, Aung San Suu Kyi, quien se convirtió en figura mundial por su lucha no violenta en pro de la democracia de su país natal y en contra de la dictadura militar, que lo gobernaba desde 1992.

Las críticas contra la líder de facto del país, por su negativa a condenar la actuación del Ejército birmano, crecen por estos
días sin parar. En Bangladesh, miles de personas han protestado y algunas han quemado una efigie de la lideresa birmana y una bandera de ese país.

San Suu Kyi estuvo presa por varios años y era una heroína nacional y un ícono internacional. Pero esta figura adulada se vuelve ahora el centro de la ira global. Incluso escritores y periodistas creen que Occidente se equivocó al entregarle el Nobel.

Desde el 2016, San Suu Kyi se encarga de los ministerios de Exteriores, Energía, Educación y de la Oficina de la Presidencia.

Es, palabras más palabras menos, el poder a la sombra en Myanmar. Pero hoy su trayectoria es justamente la razón de las críticas que le llueven. El prestigioso diario estadounidense The Washington Post escribió un editorial en defensa de los rohinyás.

“La respuesta internacional a este crimen, que se asimila a las campañas de limpieza en Darfur, Sudán, a prin­cipios de los 2000, y en Kosovo en los 90, ha sido sorprendentemente débil”.

La pasividad de la Nobel de la Paz ante la crisis humanitaria es cuestionada por líderes como el sacerdote anglicano sudafricano y también Nobel de la Paz, Desmond Tutu. “Si el precio político de tu ascenso a la posición más alta en Myanmar es tu silencio, seguro que es un precio demasiado alto”, dijo el religioso en una carta, firmada también por una decena de premios Nobel, entre otros, por el bangladesí Muhammad Yunus y la paquistaní Malala Yousafzai.

The Washington Post reclama, precisamente, que los reflectores hayan estado siempre sobre la Nobel de la Paz. “Demasiada atención se ha puesto sobre la líder civil de facto de Birmania, quien ha mostrado un silencio desafortunado sobre las atrocidades e, igualmente, falta de control sobre las fuerzas militares. Lo que se necesita es más presión sobre el Ejército”.