El bosque Cerro Blanco acoge más de 700 especies de plantas vasculares. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO
Sus raíces están en lo profundo de Manabí, Guayas y comunas rurales de Santa Elena. Desde la niñez, sus vidas han estado ligadas al bosque seco tropical de la Costa. Crecieron rodeados por enormes ceibos y otros árboles gigantes que con el tiempo desaparecieron.
Los viveristas del bosque protector Cerro Blanco reviven su pasado y prolongan la herencia de este ecosistema en uno de los últimos remanentes de Guayaquil, en el kilómetro 16 de la vía a la Costa. Cada año recorren los senderos de esta reserva de 6 078 hectáreas en busca de semillas para repoblar parte de la cordillera Chongón-Colonche.
El vivero, de una hectárea de extensión, produce cerca de 30 000 plantas al año. Están alineadas, en extensas hileras bajo sombra hasta que alcancen 50 centímetros de altura. Solo así podrán ir al bosque.
El manabita Jhony Ayón dirige el vivero forestal y explica que el proceso comienza con la época de floración y fructificación, entre junio y febrero. “Empezamos recolectando semillas de bototillo, seca; luego viene fernán sánchez, palo de vaca, hasta llegar al final del año con el guayacán”.
Este es el hábitat de unas 60 especies de árboles, como los señoriales pijíos, colorado, el guasmo de semillas negras, cascol, pechiche, el guasango de flores blanquecinas… Son caducifolios, porque se despojan de sus hojas en la temporada seca para poder sobrevivir.
Los monumentales ceibos nacen de semillas que apenas miden un centímetro, envueltas en una capa fina de algodón. Esa cubierta les permite volar hasta hallar buena tierra.
Ayón ensalza la sabiduría de la naturaleza al hablar de los peculiares métodos de dispersión de las semillas del bosque seco. La de la especie fernán sánchez tiene hélices, como un helicóptero, para planear en la brisa. La de amarillo está cubierta de espinas, para ahuyentar a los roedores. Y las de guayacán, similares a retacitos de papel, aparecen justo antes de las lluvias. Todo el material recolectado pasa por un proceso de limpieza, secado bajo sombra y almacenamiento en un banco, a 18°C. Allí pueden permanecer hasta un año.
En los semilleros nacen los primeros brotes, que después serán trasplantados en una mezcla de tierra de bosque y compost en la que permanecerán por ocho meses. “Y luego, para que el plantado en sitio esté consolidado, tomará unos tres años más”, asegura Ayón.
En el sendero Buenavista, uno de los tres de Cerro Blanco, hay árboles juveniles y otros centenarios. Los ceibos le recuerdan a Ayón su infancia en Jipijapa. Esos troncos amorfos, semejantes a cuerpos humanos, personifican leyendas en comunidades rurales.
Los cuentos míticos del espíritu del bosque, que espanta a los cazadores y a los taladores, vienen a la memoria de Perfecto Yagual. Él es el jefe de los guardaparques y conoce los escondites para llegar a los añosos ceibos, que empiezan a cubrirse de hojas con solo percibir la humedad del invierno.
En cada paso, Cerro Blanco le recuerda a Libertador Bolívar, la comuna junto al mar en Santa Elena donde nació. Hasta allá avanza la cordillera Chongón-Colonche, habitada por las culturas Las Vegas, Valdivia y otras que enterraban conchas y figurillas de cerámica como ofrendas por la fertilidad del suelo.
Yagual añora la selva espesa que cubría su comuna, una selva copada por cedros colorados que fueron tumbados para hacer canoas de pesca, tablones para casas y reemplazados por sembríos de piñas. “Esa fue la destrucción de los árboles gigantes -se lamenta-. Ahora estoy recuperando parte de lo que se perdió, no en mi pueblo pero sí aquí”.
En el vivero, repleto de pequeñas plantas, Jaime Lagos y Édgar Oleas también añoran los días cuando crecieron en medio de jujanos. Son los árboles que, según oyeron de sus padres, dieron nombre a su natal Jujan, cantón guayasense de fuertes raíces montuvias. “En Jujan se extinguió, ni con lupa se lo encuentra”, dice Lagos.
Ambos son viveristas en Cerro Blanco y también conservan de sus ancestros el conocimiento medicinal del bosque seco. Saben que la corteza del beldaco calma las alergias, y que las semillas del bálsamo en infusión alivian los cólicos.
Por años han visto nacer miles de árboles, alargando la vida de esta reserva, incluso de otras zonas silvestres. En recompensa, redescubrieron la herencia del jujano, bautizado en algunas comunas peninsulares como morocho. Aunque en su pueblo desapareció, en el vivero lograron resembrarlo.