Los herederos de Tumbalá son los comuneros de la Isla Puná

Los arrecifes de Subida Alta, que albergan ostras, quedan al descubierto al bajar la marea. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO

Los arrecifes de Subida Alta, que albergan ostras, quedan al descubierto al bajar la marea. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO

Los arrecifes de Subida Alta, que albergan ostras, quedan al descubierto al bajar la marea. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO

El nombre del gran cacique ha sido tallado en la roca. Junto al muelle de la comuna Subida Alta, en el extremo sur de la isla, se divisa un recordatorio en honor a Tumbalá, el aguerrido señor de los Punaes o Tumbes.

En el siglo XV, Puná fue el territorio de este pueblo bravío, que permaneció inconmovible, como el acantilado ahora marcado por la historia. No sucumbió ante los Incas ni se dejó dominar por los españoles en 1532, cuando Francisco Pizarro descargó su furia como las olas que golpean la orilla.

487 años después, la amenaza sigue llegando por el mar. El arribo de basura marina a esta parroquia rural de Guayaquil le ha restado esplendor a sus paradisiacas playas bañadas por el canal de El Morro, frente a Posorja. “Este es un paraíso escondido, un tanto opacado por la contaminación”, se lamenta Ángela Baque.

Con apoyo de ambientalistas y de las autoridades, los puneños han mantenido mingas para mitigar el impacto de los desechos, principalmente plásticos. Es una medida temporal mientras se investiga el origen de los desperdicios.

Subida Alta tiene 7 kilómetros de playa y un mirador rocoso que permite contemplar la inmensidad del océano Pacífico. Hacia el norte, en las montañas, se refugian ceibos centenarios que por estos días han empezado a cubrirse de semillas lanudas que se dejan llevar por la brisa marina.

La isla más grande del Golfo de Guayaquil tiene 920 kilómetros cuadrados. En la punta noroeste está la cabecera parroquial, que acoge a cerca de 5 000 habitantes. Otros 2 000 comuneros se refugian entre las playas y manglares del sur.

El bosque seco tropical, formado por la influencia de la corriente de Humboldt, es el ecosistema predominante. De sus entrañas nacen algarrobos, bejucos, laureles y ciruelos.

Las palmeras cubren el horizonte. Bolívar Quinde, nacido en la gran isla al igual que su padre, revela que esas encrespadas copas advierten la presencia de pozos ancestrales de agua dulce, que aún abastecen a los poblados del sur. “No son tan hondos. Solo tienen metro y medio, porque debajo empieza a brotar agua salada”, relata.

El manglar es otro hábitat natural lleno de vida. Parte de las 105 200 hectáreas de manglares de Guayas están en Puná.

Los árboles de raíces zancudas flanquean el estero que desemboca en la comuna Bellavista. Entre sus ramas surcan gaviotas, garzas y golondrinas. La belleza de estos entornos impulsó la declaratoria de Puná como Área Protegida en el 2009, según registra la Municipalidad de Guayaquil.

“El manglar nos sustenta con la pesca de robalos y lisas. También recogemos ostiones, cangrejos y ostras. Y el turismo comunitario es otra fuente de empleo”, cuenta Nelson Jordán, presidente de la comuna.

En Bellavista, Estero de Boca, Cauchiche y Subida Alta hay ecohosterías comunitarias. Las rústicas cabañas dan la bienvenida a los visitantes que parten desde Posorja en embarcaciones turísticas.

Una de las rutas incluye una parada junto a los islotes Farallones, una formación rocosa que es santuario de piqueros, fragatas y pelicanos. En el trayecto es posible navegar junto a los delfines nariz de botella.

Al tocar tierra, cada comuna atesora la historia de sus ancestros. En Estero de Boca hay casas de más de 150 años, con reliquias de la época colonial. Y en Subida Alta reposa un cementerio indígena en el cerro Zambapalo, donde sigue viva la leyenda del gran Tumbalá.

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