Más de 138 hectáreas de páramos se custodian. Fotos: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO
Cercas vivas custodian los bordes de los terrenos de 30 familias de la comunidad Shanaycun, situada en Pungalá, a una hora de Riobamba. Allí los agricultores se sumaron a un proyecto de cuidado ambiental para proteger los páramos y las vertientes de agua que les abastecen a ellos y a varias comunidades cercanas.
Las barreras están hechas con plantas frutales y maderables como manzanas, moras, peras, arrayanes, alisos y nogales. Estas plantas las entrega el Gobierno Provincial de Chimborazo como parte de su proyecto de agroforestería para la conservación ambiental.
“Los frutales tienen varias funcionalidades. Evitan la erosión y protegen los cultivos de los vientos fuertes y las heladas, actúan como una especie de cortina”, cuenta Verónica Huilcapi, técnica de la Unidad de Gestión Ambiental del Gobierno Provincial.
Pero las plantas tienen un propósito adicional: se colocan en los límites de la frontera agrícola para concienciar a la gente de no cultivar las zonas altas y así conservar los páramos. Además, se entregan como un premio a las comunidades que cuidan de su ecosistema.
La semana pasada, los habitantes de Shanaycún recibieron su segunda entrega de plantas que se sembrarán al borde de la microcuenca del río Cebadas y en la parte alta del cerro donde siembran cebolla, col, brócoli y zanahoria.
Antes de la entrega, las familias beneficiarias recibieron una capacitación sobre los frutales. Aprendieron dónde colocarlos para obtener mejores resultados y cómo sembrarlos para que sobrevivan en altura.
La Unidad de Gestión Ambiental invirtió USD 60 000 en la adquisición de las plantas. “Estamos emocionados porque estas plantitas además producirán fruta para nuestro consumo”, cuenta Luis Ortiz, presidente de la comunidad.
Él dice que la gente de Shanaycún empezó a cambiar sus costumbres agrícolas y a proteger el ambiente cuando hace más de una década, el agua dejó de bajar de la parte alta.
“Nos asustamos cuando se disminuyó la cantidad de agua que bajaba de las vertientes. Necesitamos agua para vivir”, dice Ortiz.
La razón era el sobrepastoreo en la parte alta del cerro. El ganado vacuno estaba afectando la cobertura vegetal del páramo debido a que con sus pezuñas aplastaban las almohadillas, que son plantas que almacenan agua como una esponja, y luego la liberan lentamente por sus raíces.
En un inicio, los más ancianos se negaron a retirar los animales de la parte alta. Pero en cuanto la dirigencia cambió hubo una nueva regla: no se permite sembrar ni llevar animales sobre los 3 600 metros de altura. Desde entonces el agua volvió a fluir y el paisaje se revitalizó.
Ahora la comunidad protege celosamente las 130 hectáreas de páramos que son de su propiedad. Alrededor de las vertientes se colocaron cercas y plantas nativas que conservan la humedad del suelo.
Entre tanto, en la parte baja intentan ser más eficientes con la siembra para evitar los monocultivos y la pérdida de dinero por los precios bajos en el mercado. Una estrategia que aplican es la organización de la siembra y cosecha.
Ellos cuentan con un calendario donde constan las fechas de siembra y el tipo de cultivo que plantará cada uno, así buscan evitar la sobre producción.
“Antes sembrábamos papas en la parte alta. A veces se ponía tan barata que ya ni la sacábamos al mercado y la usábamos para nuestro consumo”, cuenta Antonio Agualsaca, otro comunero.
El cambio de cultivos también es parte de la meta comunitaria por la conservación.