Pensemos en un recreo escolar imaginario. En este lugar conviven algunos tipos de infantes y diversas situaciones que ocurren entre juegos. En una de ellas, se ve a un par de niños que al hablar entre ellos o con otros usan palabras o dichos seminales; una jerga que probablemente inventó uno de ellos. En otra, en cambio, un niño recibe un golpe de parte de uno de sus compañeros que acaba de robarle su colación.
Seguramente, la primera escena le parecerá de lo más normal y la segunda algo lamentable por ser un comportamiento que debe ser erradicado de las escuelas. Sin embargo, si esta escuela representara la realidad actual de la propiedad intelectual dentro de la industria de la música, la primera escena podría ser castigada con severidad si el ‘inventor’ de la jerga buscara mantener intacta su originalidad y acusara a su amigo con la profesora.
Si bien las leyes de propiedad intelectual buscan proteger los derechos de los autores y propiciar la creación de más obras originales, en términos musicales este tipo de tipificaciones legales -más relacionadas con la academia que con el arte- pueden ir en contra de procesos de evolución natural de corrientes musicales y de los autores que las componen.
Si bien hoy es de lo más común escuchar o leer sobre demandas de plagio como las que les han caído a artistas tan establecidos como George Harrison, Led Zeppelin, Radiohead, Coldplay, Avril Lavigne, Madonna o Black Eyed Peas (por nombrar algunos), estas leyes no se aplicaban en tiempos de Mozart.
Hace 12 años, por ejemplo se descubrió y estrenó una obra llamada ‘Der Wohltätige Derwisch’, una composición de varios autores cuyo estreno fue anterior a la ‘Flauta mágica’, la famosa ópera del compositor austríaco. Los musicólogos no solo han citado las similitudes literarias del texto sino también un aria “casi identica” a la del himno de Mozart. Entonces ¿Amadeus, el compositor más vibrante de la historia humana, plagió?
No, así como tampoco lo hicieron los cientos de músicos que fundaron la tradición del blues y del jazz estadounidense de citar referencias musicales del pasado, sin pedir licencias ni pagar derechos. En esa línea se establecieron también varios éxitos comerciales de bandas de rock y pop de esas escuelas como Led Zepellin, Rolling Stones y los Beatles. La diferencia es que ellos empezaron a hacer muchísimo dinero con las obras que contenían referencias textales o musicales de sus influencias y eventualmente les cayó una que otra demanda.
Por ejemplo, Led Zeppelin ha tenido que llegar a acuerdos económicos extrajudicialmente por canciones como Bring It On Home, The Lemon Song, Whole Lotta Love, Dazed and Confused o Boogie With Stu. Ninguna es un robo. Son préstamos como el del niño que utiliza las mismas palabras de su compañero para hacer su propia interacción social.
En esa misma corriente están los controversiales ‘samples’, popularizados especialmente por la primera era del hiphop en los 80, aquella en donde el DJ recurría a tomar partes de canciones, usualmente un extracto rítmico para repetirlo incansablemente. Así se crea una nueva composición por sobre la original. Muchos lo veían como falta de creatividad y otros como un recurso novedoso. Lo cierto es que si la nueva canción cobraba vuelo comercial, el autor original seguramente quiere también parte del pastel amparado en las restrictivas leyes que se manejan en el hemisferio norte.
Sin embargo, esos casos en donde predomina más un deseo de expresión, experimentación y de homenaje, distan mucho de los verdaderos chicos malos del recreo que en efecto, toman una gran parte de obra -incluyendo arreglos y melodías vocales- sin autorización para lanzarla como suya.
En esa categoría entra la famosa Lambada, canción que en 1989 el grupo brasileño Kaoma apenas cambió el ritmo de la original de Los Kjarkas de 1981 sin acreditarlos. Ese estilo de plagio, el del ‘bully’ musical, dista mucho de los que hoy se litigian por centenas dentro del mundo de la música y que en tiempos de Mozart habrían sido vistos simplemente como préstamos entre colegas.