Philip Roth fue uno de los tres escritores publicado en vida por ‘La Biblioteca de América’. Foto: AFP
Philip Roth (Newark, Nueva Jersey, 1933) murió el 22 de mayo pasado. Es considerado uno de los grandes escritores de la segunda mitad del siglo XX de EE.UU., junto a John Updike y Saul Bellow.
Philip Roth murió sin recibir el premio Nobel. Ganó el Pulitzer, el Pen y tantos otros, pero fue uno de los eternos candidatos a ese galardón que pareciera ser -dudosamente- la quintaesencia de la perennidad y del triunfo. No le hará falta.
Fue el escritor que volcó en sus obra el ser americano y entre ellos el ser judío -algo que él deploraba que fuera entendido así: “el epíteto de escritor judío americano no tiene significado para mí. Si no soy americano, no soy nada”, dijo alguna vez-. Es el autor de la gran novela americana.
En esta búsqueda, que en cierto sentido parece una obsesión estadounidense, de colocar el adjetivo ‘gran’ a su arte –se habla de la gran canción, por ejemplo- lo de Roth pasa por su agudo y cruel sentido del humor. ¿Quién es, en serio, el autor de la gran novela americana? ¿Lo es Herman Melville con su ‘Moby Dick’? ¿Mark Twain, con ‘La aventura de Huckleberry Finn? ¿O el mismísimo Ernest Hemingway con ‘El viejo y el mar’?
Pues en 1976 publicó una de la que se dijo poco o casi nada -o nada, en realidad- en los homenajes que se hicieron por su muerte, el 22 de mayo pasado, cuando tenía 85 años.
‘La gran novela americana’ (‘The Great American Novel’) es una obra en la que confluyen sus grandes temas (sexo, el ser americano, el humor, la ruptura de las convenciones) que están en sus obras consideradas mayores, como la “trilogía estadounidense”, integrada por tres novelas extraordinarias y que publicó ya pasados sus 60 años: ‘Pastoral americana’ (1997), ‘Me casé con un comunista’ (1998) y ‘La mancha humana’ (2000).
Roth es también el creador de personajes extraordinarios: Nathan Zuckerman, que será algo así como su álter ego, un novelista. Alexander Portnoy, un adolescente atado a su madre (la inefable mamá judía), con problemas para relacionarse con las mujeres y con una obsesión sexual tan poderosa que lo lleva a masturbarse con un guante de béisbol o la cena familiar.
Y qué decir de David Kepesh, quien kafkianamente se convierte en una teta enorme de 155 libras y que tiene el deseo de penetrar en esa forma a su enfermera. El escritor Santiago Roncagliolo destaca la sexualidad, a contramano, según él, de la mayoría de los homenajes que la pasaron por alto.
En estos tiempos de lo políticamente correcto, en el que un escritor trabajó sobre “ese catálogo de personajes con implantes de pene, viejos verdes, orgías entre perseguidos políticos y, con machacona insistencia, masturbaciones de todo tipo: en grupo, ante una tumba, con la foto de la hija del amigo en la mano (…) Evidentemente corren malos tiempos para recordar esos detallitos. Quizá Roth lo intuyó cuando tomó la decisión más valiente de todas: dejar de escribir. Los autores de sus obituarios -todos los que he encontrado, hombres- han cumplido la regla de cortesía de recordar solo los aspectos más amables del difunto”.
(Un paréntesis necesario: para la moral de hoy, no podrían darse escritores como Hemingway y sus aventuras de cacería, por ejemplo; son tiempos en que se tuvo la genial idea -desechada, por suerte- de modificar palabras como ‘nigger’ de las obras de Mark Twain por el insulso ‘afroamerican’.)
“Tenía mucha curiosidad, como escritor, sobre cuán lejos podía ir. La vergüenza no es para escritores. Tienes que ser un sinvergüenza”, dijo Roth en una entrevista a la cadena BBC, sobre la sexualidad en sus novelas. Pero es de ‘La gran novela americana’ de la que se quiere hablar en estas líneas.
Escribirla era la obsesión de Hemingway, quien como personaje de la novela de Roth, golpea a una estudiante de literatura que no lo incluyó junto a Melville y a Twain. Será el protagonista de este relato, Word Smith, un periodista deportivo de la tercera edad que habita un geriátrico, quien lo logre.
“Llamadme Smitty”, comienza la novela, y eso ya nos lleva al inicio de la que sí es, ya seriamente y según los críticos, la mayor de la literatura estadounidense: Moby Dick: “Llamadme Ismael”.Smitty, a contramano de la historia oficial, se empeña en rescatar la historia de un equipo de béisbol (¿de qué otra cosa podría ocuparse la gran novela americana sino de ese deporte denominado “el pasatiempo nacional”?), Port Rupert Mundys, de la desaparecida Liga Patriota, durante la II Guerra Mundial, por incubar un complot comunista.
Es el equipo de la decadencia. No otra cosa podía esperarse de un país cuya mayoría de hombres fue a la guerra. Pero fue el peor equipo de la historia, con campañas de derrotas inmensas, con una sola victoria, ante un equipo de un sanatorio mental en un partido de exhibición, con un jugador que tenía una pata de palo o uno sin brazo, o uno que solo podía jugar borracho, adolescentes inútiles, exconvictos.
“Si los jugadores de Roth son en su mayoría estúpidos, incompetentes, infantiles y con un retraso moral, al igual que los verdaderos, (…) el juego en sí todavía brilla con una posibilidad mítica”, escribió el crítico Thomas Edwards para el New York Times en el año de su publicación.
La historia trágica de este equipo fue su constante peregrinación: el dueño del equipo alquiló su estadio al Gobierno para reclutar soldados para la guerra. Nunca más el equipo pudo jugar de local.
A las ciudades que llegaban, los jugadores eran recibidos con “honores”, paseados en un desfile por las principales calles sobre un camión de basura y no el de bomberos, como se estila. Como en casi toda su obra, en esta novela se refleja la frustración entre vivir el “american way of life” o ser un perdedor.