El jesuita llegó con cuarenta indígenas de la misión de Maynas. Al construir su genealogía, la joven orden apelaba a la autoridad de las figuras bíblicas para legitimar su apostolado.
En 1651, los religiosos de la Compañía de Jesús de Quito recibieron noticias sobre la inminente llegada a la ciudad del Padre Raimundo de Santacruz, quien años antes había partido hacia el Amazonas con el propósito de unirse a la joven misión jesuita de Maynas. Acompañado de cuarenta indígenas de Maynas, vestidos con camisetas y adornados con exóticas guirnaldas de plumas de vivos colores -una curiosa amalgama de barbarie y nueva cristiandad a los ojos de los espectadores de la época- Santacruz llegó a la parroquia de Santa Bárbara, en donde fue recibido por las congregaciones que poco antes habían partido, con las imágenes de sus santos patronos a cuestas, desde la iglesia jesuita.
Desde Santa Bárbara, los Maynas marcharon interpolados con los indígenas de las congregaciones, primero hacia la iglesia de la Concepción y luego hacia la Catedral. Se detuvieron finalmente en la Compañía de Jesús, en donde los visitantes fueron agasajados por los vecinos de la ciudad. Días más tarde, los neófitos recibieron en ese mismo lugar el sacramento de la confirmación, en un gesto que sellaba su incorporación a la comunidad cristiana.
La descripción de este evento se recoge en El Marañón y el Amazonas, obra publicada por el jesuita Manuel Rodríguez en 1684. Rodríguez compara la llegada de Santacruz a Quito con las entradas triunfales del ejército romano a la capital del imperio. “Con gran triunfo”, escribe, “aplaudían en Roma los triunfos con que entraban los capitanes y vencedores en sus conquistas, a los mismos emperadores, cuando volvían victoriosos de sus empresas: aclamaban los romanos sus hazañas, vitoreaban sus nombres”. No obstante, Rodríguez marca una distancia entre el antiguo imperio y la empresa evangelizadora en los territorios orientales.
Esta última aventajaba a Roma por cuanto su conquista tenía un carácter espiritual. Si los soldados romanos ofrecían su gloria a dioses falsos, el éxito del misionero en la Amazonía era celebrado por el Dios verdadero, escribe. De igual manera, los triunfos de los soldados romanos habían sido aclamados por mortales, cuando las acciones del padre Raimundo eran aplaudidas por ángeles. Más aún, si los romanos ofrendaban sus prisioneros a dioses paganos, el jesuita había liberado a los indígenas de las cadenas del pecado.
Rodríguez también describe a la entrada triunfal del padre Raimundo y de los Maynas como un espectáculo edificante. Durante la celebración del ritual, la ciudad es imaginada como una verdadera comunidad cristiana, y como tal, ella misma era objeto de admiración. Por la magnificencia de sus edificios, la piedad y virtud de sus ciudadanos, y el orden y cuidado de sus ceremonias, la urbe era también una herramienta efectiva de conversión. Así, una vez terminadas las celebraciones, se detuvo a los visitantes durante algunos días para que el padre Raimundo pudiera obtener un merecido descanso y para que “los indios viesen en aquella ciudad lo magnífico de los templos, la hermosura, que es grande, de sus tabernáculos, la riqueza de los ornamentos sagrados, de que hay mucho en aquella ciudad, y la suntuosidad de algunas fiestas, con que hiciesen más aprecio de la fe que habían recibido y venerasen la suprema deidad que con tales cultos es adorada de los católicos”.
La llegada a Quito de Raimundo de Santacruz y de los cuarenta indios de Maynas no fue un caso excepcional. Por el contrario, diversos autores mencionan visitas similares de otros misioneros jesuitas en compañía de neófitos, lo que nos hace pensar en la relación que mantenía la ciudad, como centro de autoridad política y espiritual, con la Amazonía. La iglesia y colegio de la Compañía de Jesús eran el eje de esta relación, como punto de partida y culminación de la misión en el Amazonas. No sorprende, por lo tanto, que las imágenes que adornaban el edificio aludieran al trabajo apostólico de la orden en los territorios orientales.
Al construir su genealogía, la joven orden apelaba a la autoridad de las figuras bíblicas para legitimar su antigüedad apostólica. Los relieves con escenas de la vida de Sansón y de José que se ubican en las enjutas de los arcos en la nave central, y los lienzos de los profetas que adornan sus pilares, forman un programa iconográfico coherente basado en la concordancia entre el Antiguo y Nuevo Testamento, o entre el pasado y el presente, a partir de la relación entre profecía y su cumplimiento.
Estos personajes anuncian, a través de su piedad y entrega, la vida de Jesucristo y de sus discípulos, así como el celo apostólico de los religiosos de la Compañía de Jesús. En el caso de los lienzos de los profetas, muchas de las escenas secundarias muestran a los personajes bíblicos como predicadores y mártires; de acuerdo a sermones y narrativas hagiográficas de la época, éstas eran también cualidades esenciales de los misioneros jesuitas.
Los lienzos también dialogaban con las pinturas que adornaban los corredores del colegio y que, con el fin de despertar el celo apostólico de los futuros misioneros, retrataban el martirio que sufrieron otros miembros de la orden en el Amazonas, entre ellos Rafael Ferrer y Francisco de Figueroa.
*Historiadora del Arte, Universidad San Fco. de Quito. Del libro “Encuentros y desencuentros con la frontera imperial: la iglesia de la Compañía de Jesús y el Amazonas (siglo XVII)