La falta de parques, plazas, canchas y otros emprendimientos recreativos es uno de los lunares urbanos de las metrópolis actuales, especialmente en los países llamados, ufemísticamente emergentes, como el nuestro.
Los ciudadanos no tienen, literalmente, dónde divertirse sanamente, ejercitar el cuerpo y la mente, sacar a pasear a sus mascotas, activar sus defensas contra el nocivo estrés de cada día…
Los grandes parques destinados para el efecto son totalmente insuficientes para ofrecer un servicio integral. Algunos, como el de La Carolina, se saturan los fines de semana; otros, como el Bicentenario, necesitan completar su equipamiento; unos más, como el de La Raya y El Calzado (al sur de la urbe), viven una lenta agonía, por falta de mantenimiento y por la desidia ciudadana, que en vez de cuidarlos colabora a su deterioro con su falta de civismo y educación.
De los parques de los barrios denominados, asimismo eufemísticamente, populares, mejor ni hablar. Casi todos son remedos de lo que debe ser un sitio recreativo. Además, muchos se han convertido en búnker abierto de la inseguridad, por lo que alguien que desee cruzarlos debe pensarlo una y mil veces.
Pero esta escasez de zonas verdes va más allá: hasta el interior de los conjuntos residenciales para las clases medias y populares. Aunque las ordenanzas municipales indican claramente que todo plan residencial debe destinar, al menos, el 10% de su área total a zonas recreativas, muy pocos las cumplen. Y, lo que es peor, nadie las hace cumplir.
Para paliar esta carencia, la ciudad y sus habitantes han tenido que delinear otros comportamientos, no sé si malos pero sí diferentes. ¿Un ejemplo? Dé una vuelta por cualquier centro comercial…