¿La ola privatizadora vuelve?

El aeropuerto de Congonhas, en São Paulo, es el segundo de mayor tráfico aéreo de Brasil. Foto: AFP

Cercado por el enorme agujero en las cuentas públicas y la crisis política, generada entre otras causas por la corrupción, el Gobierno brasileño de Michel Temer (centroderecha) anunció en agosto el mayor plan de privatizaciones y concesiones desde hace dos décadas.
Una medida que para los analistas no garantiza el fin de la ruina económica. Son 57 activos estatales los que se pondrán a la venta o que su manejo será cedido al sector privado; entre ellos, 14 aeropuertos, 15 terminales portuarias, autopistas, carreteras, hidrocarburos e importantes empresas públicas con que el Ejecutivo espera recaudar unos 44 000 millones de reales (USD 14 000 millones).
Entre las entidades que se privatizarían están Eletrobras -la mayor empresa eléctrica de Latinoamérica-, Lotex (Loterías) y Casa de la Moneda, encargada de la producción de la divisa brasileña e impresión de pasaportes. El Gobierno justificó la inclusión de esta última porque “el consumo de monedas en Brasil ha caído” en los últimos años. Fuera del programa anunciado quedan el gigante petrolero Petrobras o la poderosa banca pública. Con las privatizaciones, el Gobierno busca equilibrar las cuentas de la economía del país, que registró un déficit fiscal de USD 51 000 millones para 2017 y 2018.
No se han controlado los gastos, los ingresos están bajando porque el nivel de actividad no se recupera y se crean ingresos extraordinarios y lo que se inventó fue ese programa de privatización, sostiene en una entrevista para el diario El País, Nelson Marconi, economista del centro de estudios económicos Fundación Getúlio Vargas (FGV). “Desde el punto de vista fiscal, es absurdo porque no resuelve el problema. Es que como si en mi hogar gastase todos los meses más de lo que ingreso y para solucionarlo vendiera mi casa”.
Rafael Schiozer, profesor de finanzas de la FGV, opina que Brasil tiene empresas estatales que tienen poco sentido, como Eletrobras, Correos y Petrobras, que merecen una discusión más profunda. El experto advierte que las privatizaciones tienen que venir acompañadas de un papel reforzado y activo de los órganos reguladores, los cuales fueron prácticamente desmantelados en los últimos diez, quince años. La mayor ola privatizadora de las últimas décadas en Brasil se registró durante el primero de los dos mandatos de Fernando H. Cardoso, presidente entre 1995 y 2003.
Él privatizó 80 empresas estatales solo en su primer mandato, entre ellas el gigante minero Vale do Río Doce y Telebras, que tenía el monopolio en el sector de las telecomunicaciones. El paquete de Temer es, sin duda, el mayor desde Cardoso. Algunos de los activos en venta tienen además una fuerte carga simbólica, como la propia Eletrobras, la joya de la corona de la propuesta, creada en 1956, en pleno auge de la política de desarrollismo estatal del presidente Getúlio Vargas.
Con la llegada de Lula (izquierda) se frenaron las privatizaciones y los sucesivos gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) centraron sus relaciones con el sector privado en acuerdos para concesiones temporales, principalmente de autovías e hidroeléctricas. Dilma Rousseff continuó ese modelo y, poco antes del ‘impeachment’, había anunciado un programa que incluía la concesión de puertos, aeropuertos y vías férreas, con la expectativa de recaudar unos USD 50 000 millones.
Pero casi nada llegó a salir del papel. Ahora, el plan de Temer supone una escalada más en el giro a la derecha que vive Brasil después del ‘impeachment’, que el año pasado acabó con la Presidencia de Roussef y puso fin a la etapa del PT. Pero también es consecuencia de la debilidad política de un presidente acosado por los escándalos de corrupción. El caso de Brasil genera un debate: el país, al igual que otras naciones de América Latina, ha sufrido una serie de procesos privatizadores que no siempre arrojaron resultados positivos.
Salvo contadas excepciones -como Chile, Perú, Colombia, México- que han logrado atraer grandes inversiones. Una experiencia negativa también han tenido los países cuyos gobiernos decidieron tomar la vía de la estatización (o expropiación), como sucedió en Bolivia y Venezuela. En esta última nación, cuyas políticas socialistas arruinaron la economía, se han expropiado 1 200 empresas; de estas, 300 son de alimentos, que en este momento no producen nada.
Argentina, por ejemplo, tiene una nociva historia de marchas y contramarchas en sus políticas de Estado, que le impide salir de la coyuntura y proyectar el futuro. El politólogo Oscar Oszlak recuerda que las políticas menemistas (Carlos Menen 1989-1999) en materia de desregulación y privatización de empresas y servicios públicos, adoptadas en tiempo récord, debieron revisarse años después, luego de producir -junto con otros factores- la más catastrófica de las crisis experimentadas por el país.
Ni hablar de las múltiples decisiones del último Gobierno kirchnerista, que por su carácter improvisado -opina- fracasaron rotundamente. Hay quienes hallan también semejanzas entre Brasil y Argentina. Sylvia Colombo escribe en el diario The New York Times: “Ambos países se miran al espejo, sucedió con la hiperinflación de los 80, con la implementación de los modelos neoliberales y las privatizaciones de los 90 y con la ola roja” de gobiernos de izquierda, a principios de este siglo.
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