Jorge Miñarcaja es el último bocinero con vida en la comunidad La Moya, en Calpi. Foto: Archivo / EL COMERCIO
El potente sonido de las bocinas o los churos ya no es común en las comunidades indígenas de Chimborazo. Las sirenas, campanas o alarmas comunitarias reemplazaron a esos instrumentos que antaño se utilizaban para enviar alertas a los comuneros.
Las bocinas se fabrican con cachos de res y delgados troncos huecos de madera que se atan con hilos de borrego. El sonido es muy característico, y suena en diferentes tonos .
Jorge Miñarcaja, de 82 años, explica que con su bocina puede transmitir mensajes distintos: la alerta de un peligro, la llegada de un visitante, el inicio de una fiesta, la muerte de una persona, o el llamado a una reunión. Hay un sonido diferente para cada tipo de mensaje.
“Antes, el bocinero era indispensable en cada comunidad, por eso nos preparábamos desde niños. Había que demostrar mucho interés para que el bocinero de la comunidad decidiera enseñarnos”.
Según él, los bocineros dejaron de ser necesarios cuando a las comunidades llegaron dispositivos electrónicos que se instalaron en los centros comunitarios y también con el incremento de teléfonos celulares.
“Ahora la comunicación es distinta. La alarma suena y toda la comunidad se reúne. La bocina ya sólo se entona cuando llegan los turistas, a ellos aún les parece asombroso que antes nos comunicábamos sólo con esto”, dice Miñarcaja.
Él es el último bocinero con vida en s u comunidad natal, La Moya, situada a 35 minutos de Riobamba. Allí hay un proyecto de turismo comunitario y el melodioso sonido de su bocina es parte de los atractivos que se publicitan.
La bocina suena cada vez que llega un nuevo grupo de visitantes. Miñarcaja viste su atuendo originario, un poncho rojo, sombrero con cintas de colores y pantalón blanco.
“Es una señal de bienvenida. Cada vez que amigos nuestros nos visitan la bocina suena”, les dice María Borja a los turistas mientras toman fotos del bocinero.
Otro instrumento que se utilizaba en las comunidades con el mismo propósito es el churo, la concha vacía de un caracol gigante. Entonarlo es aún más complicado y sólo puede hacerse con años de práctica.
“Ya casi no hay churos. Son muy pocas familias las que aún lo conservan y ahora, ya no se necesita entonarlo”, dice Ángel Chucuri, de la comunidad Chicho Alto, en Alausí.
Esa comunidad está situada en el páramo, a 60 minutos de distancia de Achupallas, la cabecera parroquial. En el centro del pequeño poblado hay una cancha de volley, y sobre un poste de madera está instalado un parlante.
“Cuando necesitamos convocar a la comunidad tomamos el micrófono e informamos lo que está ocurriendo. Hace unos 10 años no usamos churos”, dice Chucuri.