El trabajo en la era del conocimiento y del servicio no se diferencia mucho del de la era industrial. Foto: AFP
Del trabajo se han dicho muchas cosas, casi siempre elogiosas. De la concepción marxista que encuentra en él la diferencia entre el ser humano y el animal o, con más criterio moral, la que afirma que todo trabajo dignifica, las políticas de Estado han girado fundamentalmente en torno a él: generar más empleo porque eso equivale a crecer. “¡A este país le falta más trabajo!”, se suele decir.
El hacer, el producir, es parte de la humanidad porque le es inherente transformar la naturaleza -también destruirla-, pero no necesariamente tiene que serlo el trabajo. Usualmente provoca una sonrisa escuchar a alguien decir que no le gusta trabajar sino que es algo que le “toca” hacer. Se recurre al castigo divino, cuando Adán fue expulsado del Edén por haber comido del Árbol del Bien y del Mal. “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra”, le dijo Dios a Adán. A Eva le fue peor: “con dolor darás a luz tus hijos” (además de trabajar).
Menos auspiciosa es la etimología del término, que está cargado de dolor. Aquellos que hablaban el latín vulgar usaban la palabra ‘tripaliare’, que quiere decir torturar. Y esta proviene a su vez de ‘tripalium’, el instrumento de tortura compuesta por tri (tres) y palus (poste o estaca) al cual estaban atados los reos y los esclavos.
Sin embargo, existe en nuestras sociedades la denominada “superioridad ética del trabajo (…) y parece casi intocable”. Pese a ello esta “santidad moral del trabajo contrasta de hecho, y dolorosamente, con el modo en que una enorme proporción de personas experimenta su trabajo”, dice David Frayne en el libro ‘El rechazo del trabajo. Teoría y práctica de la resistencia al trabajo’, editado en el 2015 en inglés y cuya traducción al castellano nos llegó en el 2017.
Este libro dista mucho de ser una apología del ocio; pero da a este el lugar esencial que le corresponde. Estudia cómo el trabajador y las condiciones en que lleva adelante su tarea han ido evolucionando, sobre todo con el capitalismo, siempre orientado a un fin: el aumento de la productividad. Sin embargo, relata historias de quienes se levantaron contra las exigencias contemporáneas, trabajar más para poder hacer esas cosas que le encantarían hacer si tuvieran tiempo, por ejemplo, y deciden un exilio: trabajar menos, consumir menos porque entendieron que vivir se trata también de la satisfacción de otras búsquedas, sobre todo de tener tiempo para ser “uno mismo”. Resistirse al trabajo es, para los sujetos entrevistados, algo así como una epifanía.
El trabajo como tal no ha sido gratificante en la historia de la humanidad. Pero es el capitalismo industrial, según este libro -un texto académico paradójicamente muy ameno de leer- el que ha llevado a lo que Carlos Marx denominaba ‘alienación’: el hombre parcial, degradado a apéndice de la máquina. “Por eso el trabajador solo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí”, dice el autor.
Tampoco lo es en esta era de la economía del conocimiento y de los servicios, en donde los trabajadores parecen adquirir más protagonismo, más derechos y libertades, pero contradictoriamente, para ocuparse del trabajo, y se alistan para ascender en la empresa, y atienden todos los correos electrónicos en horas que debieran ser para su espacio personal.
“Los trabajadores de la era industrial -dice Frayne- estaban sometidos a una disciplina corporal, sus pensamientos y emociones tenían poca importancia para el empresario, siempre que no afectase al rendimiento laboral. Sin embargo, en las formas de trabajo inmaterial de hoy, en las que no siempre es necesario cuantificar la producción del trabajador (…) se les mide más por carácter”, dice Frayne.
Los empleadores buscan que sean “gente de la empresa” a partir de dos palabras emblemáticas: equipo y familia. Con ellas, el trabajo se convierte en un espacio de obligación ética. Algunas empresas hasta buscan que sus empleados encuentren allí algo parecido a sus hogares (piénsese, por ejemplo, en las oficinas de Silicon Valley). Pero “si las modernas formas de trabajo nos invitan a ser activos, expresivos y colaborativos, lo hacen solo dentro de los límites que la empresa nos ha establecido”.
El problema es que los términos “equipo” y “familia” terminan yéndose en contra del trabajador. Su compromiso con la “cultura organizacional” se va contra su individualidad. Aquel que se queda hasta altas horas de la noche tiene necesidad de demostrar que ese es su compromiso; salir temprano o tener que hacer algo personal, en cambio, le genera culpa y hasta pide perdón por ello.
Entonces, propone, se debiera pensar en una “política del tiempo”. No del tiempo libre (tardes-noches, fines de semana, feriados), que sirven más para recuperar fuerzas para volver al trabajo -e incluso, seguir haciéndolo. “¿Cuánto de nuestro tiempo podemos considerar con seguridad nuestro, en una época en que la educación corre el riesgo de convertirse en poco más que la triste búsqueda de certificación para trabajar?”, se pregunta Frayne.
Y la respuesta, al parecer, puede sonar utópica -y, por tanto- imposible. “Podemos definir el trabajo verdadero y significativo como aquel en que a las personas se les permite realizar tareas de acuerdo con sus propios criterios técnicos, estéticos y sociales, es decir trabajar de acuerdo con sus propias ideas de eficiencia, belleza y utilidad”.
No se trata de no trabajar sino de que no se pierdan otros aspectos fundamentales de los seres humanos. Pero bajo el criterio de la capacidad colonizadora del trabajo, los Estados han orientado sus políticas laborales hacia el aumento del empleo. Paradójicamente, el sindicalismo también, aunque fue por sus luchas que se lograron las 40 horas semanales o vacaciones. Sin embargo, sus grandes demandas tienen que ver con mejoras salariales y crecimiento del empleo. Pero poco dicen sobre las necesidades del ocio que fortalece el espíritu humano. De lo contrario, podría ocurrir -otra utopía- que los trabajadores puedan decir como Bartleby, el escribiente del cuento de Herman Melville, “preferiría no hacerlo”. Porque de lo que se trata es de ser feliz en la vida.