Benjamín Ortiz, autor de ‘A la sombra de magnolio’, tiene una larga trayectoria como periodista y articulista. Foto: EL COMERCIO
Un atributo que salta a la vista en la novela de Benjamín Ortiz Brennan es el interés que despierta para el lector: este sigue sus páginas sin que jamás desmaye el atractivo por conocer las historias narradas. ¿Cómo consigue el autor este efecto? Examinaré dos procedimientos: 1. La composición del relato ; y 2. La perspectiva narrativa.
“A la sombra del magnolio”, que apreció días atrás bajo el sello de Rayuela Editores, es una novela compuesta por medio de secuencias en alternancia temporal: en el pasado, desde 1862 durante la primera presidencia de Gabriel García Moreno; y en el presente, desde 2011, durante años de la llamada revolución ciudadana. Y esas secuencias se desarrollan desde dos puntos de vista: en el pasado, predomina la voz de un narrador omnisciente intermediario neutral que, con frecuencia, se oculta y deja a los lectores con la voz de los personajes. Es decir, cambia el punto de vista desde el intermediario, que cuenta en tercera persona, a una forma de presentación dramática, gracias a la cual acerca a los lectores al mundo del relato y al carácter de los personajes. En el presente, la perspectiva narrativa dominante es la del yo protagonista: el mundo se nos revela sobre todo a través de la voz de este.
La composición de la novela por secuencias dispuestas en alternancia temporal funciona según el procedimiento que Mario Vargas Llosa denomina como de “los vasos comunicantes”. ¿En qué consiste este recurso? En “fundir en una unidad narrativa situaciones o datos que ocurren en tiempo o en un espacio diferentes o que son de naturaleza distinta, para que esas realidades se enriquezcan mutuamente, modificándose, fundiéndose en una nueva realidad, distinta de la simple suma de sus partes” (Vargas Llosa, García Márquez, Historia de un deicidio, 1971, p. 322) En casi toda la novela de Ortiz, los relatos alternados entre un capítulo y otro funcionan como vasos comunicantes entre pasado y presente. Este me parece un elemento clave para mantener el interés del lector tanto por el doble desarrollo de los episodios narrados, su variedad y la posibilidad de establecer una comparación entre ellos, como por traer el pasado al presente o transferir al sentido histórico de la novela una fuerte dosis de contemporaneidad. Solo en un capítulo (CXXXIX) se alternan las secuencias en un espacio distinto: el intento de dar muerte a García Moreno en Lima y el provocado asesinato a Miguel Merizalde cuando sale del templo de San Agustín en Quito.
En el pasado, el primer plano narrativo se centra en tres familias: los Lozano, Barba y Merizalde. La hija menor de la primera es seducida por un hijo de los Barba y espera un niño. El padre reclama en vano la reparación por su hija deshonrada. En una decisión precipitada, la joven acepta como marido al teniente Miguel Merizalde, fidelísimo partidario de García Moreno.
En el presente, un descendiente del militar, con su mismo nombre, hereda de una tía solterona la casa de sus antepasados. El campo de batalla de este último Merizalde no es el de las derrotas de Tumbuco o Cuaspud de su remoto antecesor o el de la victoria de Jambelí; ya no existe la constelación familiar del pasado, pero se producen nuevas deshonras: otro descendiente de los Barba se aprovecha de la mujer de Miguel Merizalde. Los antiguos códigos de honor y de supuesta nobleza se han convertido en una suerte de esperpento, en unos casos; y en otros, de mojiganga o farsa, como la batalla por sobrevivir en un puesto burocrático o la aventura ridícula de elaborar la Caja de Herramientas para la Salud Mental del Buen Vivir a fin de exhibirla en Power Point durante alguna sabatina.
Los dos tiempos son tratados de forma distinta: en el pasado se tiende hacia un desarrollo dentro de las convenciones del realismo, en las descripciones y diálogos. El relato se expande, responde a un tiempo lento, dilatado. Vivimos aquí la novela, según quería José Ortega y Gasset, como vida provinciana.
En el presente, se tiende hacia un desarrollo sintético, por momentos paródico, con un ritmo acelerado, rápido; antes que a una presentación convencionalmente objetiva y morosa de la realidad, se procura reflejarla desde espejos cóncavos, con rasgos de caricatura; la representación se sale de los cánones realistas y transita por las parcelas de lo fantástico, tanto que el narrador protagonista puede relatar su propia muerte y confesar la vergüenza que siente al haber fallecido en un escandalo de burdel: “Ahora que también he fallecido envidio al otro Miguel Merizalde –confiesa-, muerto en tiempos heroicos, en contraste con los míos, vulgares y puteros” (A la sombra del magnolio, p. 393).
Entre las dos épocas e historias familiares, se traza el trayecto de una decadencia social. A pesar de la diferencia de aquellos dos tiempos y espacios superpuestos, un tejido común marca sus cercanías y distancias: la falsedad, sordidez y degradación de las relaciones entre los grupos sociales y las personas.
Las 397 páginas de “A la sombra del magnolio” se leen con un sostenido interés: no sorprende que en esta novela de Benjamín Ortiz Brennan, se revele la hábil mano del periodista, el apreciable dominio del lenguaje y un diestro manejo de la narración. Lo histórico en ella no es reconstrucción fría y erudita, sino experiencia vista desde lo contemporáneo, en los efectos que causan los gobiernos despóticos y autoritarios sobre los destinos familiares y las conciencias y comportamientos individuales.