Su oído, dice, es tan afinado que solo con escuchar el trinar sabe que se trata de un colibrí de cola larga. Eso se confirma por el repentino vuelo de la pequeña ave, que descubre en un remanente de pumamaquis en el Parque Metropolitano del Sur, en Quito.
fakeFCKRemoveLa facultad no es casual. La maduró a lo largo de más de 40 años en los recorridos por distintos parajes en busca de algún pájaro que le hubiera cautivado.
Ornitólogo, acuarelista y naturalista convencido. Así es Juan Manuel Carrión, reconocido por sus cuadros de las multicolores aves del país. Pero también por su aporte sobre cotingas de montaña, matorraleros, quilicos, colibríes, tucanes, loros, harpías y cientos de aves, plantas, insectos y más especies.
Lo mueve un espíritu de explorador, anota. Y evoca a los naturalistas Alexander von Humboldt (alemán), Charles-Marie de La Condamine (francés) y José Celestino Mutis (español), quienes con sus épicas expediciones buscaron revelar las maravillas del Nuevo Mundo.
Empujado por ese espíritu, emprendió largas caminatas por bosques y parajes de la Amazonía, las Galápagos y los Andes ecuatorianos. Y en cada excursión descubrió un país de montañas en tierras tropicales, múltiples escenarios de megadiversidad, en especial de 1 640 especies de aves. Un paraíso para él.
No fue una casualidad. Esa pasión surgió y creció en el Quito de los años 70, justo donde ahora se asienta la ciudadela Rumiñahui, en el norte de la capital.
En ese entonces, esa zona era un campo despoblado. Su madre, Laura Barragán (una reconocida jardinera que falleció hace cinco años), en vez de un patio de juegos le construyó jardines concebidos como refugios para la vida silvestre.
Ese fue, señala, una suerte de paraíso terrenal donde descubrió el pulular de insectos o el vuelo libre y el anidar de las decenas de aves. Siendo niño sintió especial atracción por los colibríes. No con una cata en mano para atraparlos, aclara, sino con el afán de conocerlos. Y hoy cree que esta escurridiza ave encarna el espíritu ecuatoriano y da la razón al poeta Jorge Carrera Andrade, quien en su época dijo que “el colibrí merece ser el ave heráldica de los ecuatorianos”.
Pero igual se siente cautivado por el canto de cada ave. Frunce sus labios para emitir el clic, clic, clic, clic del quilico, del mañanero gorrión o del huirachuro, de pico grueso, plumaje negro y amarillo vistoso. Con estas y casi todas las aves se siente identificado, en especial con el huirachuro, de espíritu soberbio y lleno de tenacidad, explica.
Ese contacto con la naturaleza le impulsó a estudiar químico biólogo en el Colegio Benalcázar de Quito. Luego ingresó a la carrera de Biología en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE). Posteriormente, formó parte de una generación de ornitólogos con Gite de Briz, un holandés que vive en el país hace 40 años, Juan Carlos Mateus y Rodrigo de Sierra.
En el camino encontró a Fernando Ortiz Crespo (fallecido), a quien lo consideró su mentor, maestro y amigo. Se empeñó en reconocer las aves que volaban en su jardín, procuró fotografiarlas o dibujarlas para que Ortiz le ayudara a reconocerlas.
Con él hizo las primeras salidas de observación en la hoya de Guayllabamba. Fue una suerte de reencuentro con la diversidad de aves, que de adolescente había visto.
De pronto surgió la idea de que sus descubrimientos podía compartirlos con la gente. El también ornitólogo Juan Freire, precisamente, destaca esa pasión de Carrión Se valió de reportajes en TV, documentales y publicaciones como el libro ‘Aves de Quito’.
Pero no se conformó solo con describir las especies a través de textos. A la par recurrió a su habilidad para dibujar paisajes, aves, animales y plantas.
En sus salidas de campo, como hace tres semanas en las islas Galápagos, las hojas en blanco de una cartilla de apuntes se pintan de acuarela para recoger las impresiones primarias de paisajes o de alguna especie que llame su atención.
De regreso a Quito afina cada detalle a punta de pinceles. Su estudio, adecuado en la parte alta de su casa, como si fuese un mirador de aves en el valle de Cumbayá (este de la capital), está colmado de recipientes. Allí hay pinceles gruesos, delgados y ultrafinos, cuadros, óleos y decenas de libros que hablan de aves y de la biodiversidad del país.
En ese hábitat, Carrión se inspira para pulir lo descubierto en el campo. Al pintar busca transmitir sus percepciones sobre la naturaleza y se empeña en reproducir con fidelidad los tonos de plumas, facciones y curvas.
Se dice un heredero de los pintores de la Escuela Quiteña, en especial de fines de la época colonial, como los Alcócer y los hermanos Cortez. Ellos pintaron miles de láminas de animales y plantas que la expedición de Mutis encontró en Ecuador.
Paúl Tufiño, con quien coincide en el proyecto de salvataje del cóndor, mira en Carrión a un naturalista que raya en la tozudez. A tal punto que “ni sus momentos económicos difíciles hacen que trate de aprovecharse de sus conocimientos para obtener grandes réditos”.
A sus 49 años, cada mañana se lo encuentra, con su carácter jovial -así lo califica Tufiño-, en el Parque Metropolitano del Sur.
Con sus binoculares, cámara fotográfica, diario de campo y una pequeña caja de acuarelas, va en busca de lo que se mueva o respire para registrarlo en su inventario natural.