Decenas de miles de nacionalistas polacos gritaban que “Europa debe ser blanca”, durante sus fiestas patrias. Foto: Janek Skarzynski / AFP
El primer ministro canadiense Justin Trudeau se muestra optimista, porque cree que es posible calmar la ira de la clase media occidental, debilitada por las consecuencias económicas y culturales de la globalización. Pero sus homólogos francés y alemán Emmanuel Macron y Ángela Merkel multiplican sus advertencias de que sí hay motivos para preocuparse, y muchos.
El Presidente galo se refirió hace varias semanas, según recoge la agencia France Presse, al riesgo de que “el mundo caiga en un nuevo desorden”, mientras que la Canciller alemana ha dicho que la paz “está lejos de ser una evidencia”.
El gran efecto mediático global que tuvo ese ‘Let’s make America great again’ (‘Hagamos a EE.UU. grande otra vez’) que catapultó a Donald Trump a la Casa Blanca solo volvió más visible un fenómeno que ya llevaba algunos años germinando: la ofensiva contra el orden mundial multilateral lanzada por un número creciente de líderes nacionalistas.
Es que la crisis financiera global que nos sacudió hace una década continúa dando coletazos. Y estos 10 años de austeridad en Europa han logrado que millones de votantes olviden, según coinciden varios analistas, todos los fundamentos del estado de bienestar y caigan en los brazos de estos populistas, que flamean con fuerza la bandera del nacionalismo.
El exministro de Exteriores israelí Shlomo Ben-Ami, que hoy es vicepresidente del Centro Internacional Toledo para la Paz, reflexiona que este pavor a repetir el escenario del 2008 o el legendario descalabro de la Gran Depresión de la segunda década del siglo XX ha contribuido a fortalecer un discurso de xenofobia y misoginia. El resultado es que cada vez se vuelve más imperceptible la presencia del centro en el mapa de la política europea, y este último se polariza.
El populista Movimiento Cinco Estrellas y la ultraderechista Liga Norte de Italia se han unificado en una inédita coalición de gobierno tras el colapso electoral de los partidos tradicionales. Y el hecho de que el primer ministro Giuseppe Conte se haya referido al presidente ruso Vladimir Putin como un “socio estratégico” de su país no deja dudas respecto a que no le interesa ser una pieza fundamental en la Unión Europea y la OTAN.
Sean O’Grady, editor del diario británico The Independent, escribe que la preocupación no consiste precisamente en que Italia vaya a invadir otro país en un afán expansionista como el de Mussolini. El riesgo está en que se convierta en una amenaza a la armonía en el continente, por la que ha peleado durante siete décadas “desde la última vez que los fascistas nos dijeron que tenían todas las respuestas”.
En Alemania, los votantes de Bavaria y Hesse han abandonado a la Unión Demócrata Cristiana de Merkel y a su partido hermano, el Partido Social Demócrata, en contraste con el avance de Alternative für Deutschland, de extrema derecha. Hay quienes se aventuran a decir que la posibilidad de que un radical -incluso un neo fascista- pudiera llegar a gobernar al hasta ahora puntal de la integración en Europa ya no parece tan descabellada.
Al otro lado del océano, Trump capitalizó la amenaza existencial que sentía la población de raza blanca de convertirse en una minoría, lo cual se espera que ocurra en el año 2045. Y en el Viejo Continente, se ha producido todo un ‘boom’ de museos, memoriales y otros atractivos en el espacio público enfatizando lazos con la historia e identidad locales.
Es decir, en lugar de celebrar la diversidad, la gente de a pie está cada vez más deseosa de abrazar una identidad particular y exclusiva. El populismo nacionalista aprovecha este ímpetu e insiste a las audiencias predominantemente blancas que son los verdaderos representantes de su nación.
Así, una importante alianza nacionalista de partidos de derecha se apuntala a mejorar sus oportunidades en las elecciones del Parlamento Europeo, que serán en mayo del 2019.
Para contrarrestar esta posibilidad, el primer ministro griego Alexis Tsipras invoca la conformación de un frente unido de “todas las fuerzas progresistas, democráticas y pro europeas que se paren en el mismo lado de la historia”.
Frente a este panorama, hay analistas como Dominique Moisi, consejero del Instituto Montaigne de París, que advierten del riesgo de que “generaciones que no han conocido la guerra reproduzcan la cadena de eventos que derivan en ella”. Es decir, los jóvenes que salieron a protestar hace unas semanas contra el impuesto ambiental a la gasolina en Francia probablemente piensan que actúan dentro del espíritu de la Revolución de 1789, repetidamente invocado en la cotidianidad política de ese país, pero más bien están recreando la década de 1930, con sus movimientos de derecha y milicias.
Moisi no quita razón a los manifestantes que viven cada día la creciente tasa de desempleo y las desigualdades de su sistema. Pero le preocupa que este rechazo emocional a cualquier persona o institución remotamente asociada con las élites establecidas -incluyendo a los partidos políticos tradicionales y alianzas de comercio- se vuelve pasto para los demagogos populistas. “Y la historia no puede ser más clara sobre los riesgos generados cuando estos demagogos se aseguran en el poder”.
El desafío en este momento se vuelve, para la integración europea, no solo evitar un desequilibrio de fuerzas a favor de cualquier extremismo, sino convencer a sus ciudadanos de la riqueza de la diversidad. Y de que a nadie le conviene olvidar las lecciones que dejaron dos guerras mundiales.