La escritora Selva Almada estuvo en Quito para ser parte de la nueva edición del proyecto Escritor Visitante, organizado por el Centro Cultural Benjamín Carrión. Foto: Julio Estrella/ EL COMERCIO.
El interior, como se llama en Argentina a los espacios rurales, es un mundo que la escritora Selva Almada conoce bien. Nació y creció en Villa Elisa, un pueblo de 10 000 habitantes en la provincia de Entre Ríos. Desde la evocación a esos mundos y de los que ha construido en su obra literaria reflexiona, en esta entrevista, sobre las conexiones y diferencias que hay entre los universos rurales y urbanos.
¿No cree que desde las grandes urbes se ha simplificado el mundo rural?
Creo que se mira al mundo rural con cierta ingenuidad. Se lo piensa como un espacio donde nunca pasa nada malo. Hay una idea de bondad o buenismo y una mirada paternalista hacia los pueblos del interior que me parece está bastante alejada de la realidad. Personalmente lo que más me interesa de esos escenarios es la tremenda violencia que hay, los secretos que se guardan, o las cosas que se cuecen a media voz. Todo lo que tiene que ver con lo pintoresco, costumbrista o folklórico no me interesa.
¿Entonces la mayoría de personas vive con una idea idílica de la ruralidad?
Claro, pero ahora que hay más acceso a la información te puedes enterar cosas como que en el campo hay una explotación terrible hacia el campesino, que los pobres son muy pobres, o que los niños tienen que trabajar a la par de sus padres. Nada de eso me parece idílico. Por ejemplo, en Argentina está el tema de los aereotóxicos, aviones que fumigan los sembríos pero también a las personas que están ahí, eso más bien me parece monstruoso.
¿Qué cosas que están naturalizadas en el mundo rural le incomodan?
Por suerte para mí, como escritora, hay muchas cosas que me molestan. Del mundo rural me incomoda mucho la naturalización de la misoginia y de la violencia, no solo contra las mujeres sino contra todas las minorías. También está la naturalización de la pobreza. En muchas zonas rurales todavía se vive en un sistema casi feudal, donde los dueños de la tierra siguen manejando la vida de las personas.
Sin embargo, desde las urbes se piensa que esas formas de vida están extintas, ¿por qué no reparamos en esas problemáticas?
Lo que pasa es que, por lo general, nuestro interés no está puesto en el mundo rural. No sé a cuántas personas en una ciudad tan grande como Buenos Aires les interesa lo que está pasando allá. A veces hay hechos que hacen que todos miremos en esa dirección. Hace dos años, en el sur de Argentina desapareció Santiago Maldonado. Fue en medio de una disputa de tierras entre los mapuches y la gendarmería. Hasta que él, que era un chico blanco que había ido a trabajar con los mapuches, desapareció nadie sabía de esta lucha por la tierra. Cuando nos percatamos que suceden estas cosas viene el asombro y la sorpresa.
¿El estereotipo del macho sigue siendo uno de los más fuertes en el campo?
Si bien el machismo es muy fuerte en todo el país, me parece que el tema de las crianzas machistas es mucho más fuerte en los pueblos pequeños o en el campo, que en las ciudades donde hay una apertura más grande hacia estos temas. La Iglesia Católica está muy presente en el mundo rural y muchos de los prejuicios de la crianza machista, la homosexualidad o la transexualidad vienen de ahí. En ‘Ladrilleros’, una de mis novelas, narro cómo el amor entre varones está prohibido y es mal visto.
¿La ruralidad como un mundo lleno de tabúes y máscaras?
Los tabúes relacionados con lo sexual son muy fuertes. Hay cosas que en la superficie están prohibidas y mal vistas pero que se mueven por debajo. Como que siempre están conviviendo la una con la otra. También hay mucho del doble discurso y las dobles vidas de las personas. Esto genera cosas terribles como los abusos intrafamiliares o las violaciones grupales que son cosas que están muy naturalizadas en el mundo de la ruralidad.
¿Qué se debería rescatar del mundo rural y mantenerlo vivo en las grandes urbes?
Algo que me gusta mucho del mundo rural es el cruce de lo mágico y lo real. Las estrategias que se arman para que convivan la iglesia con los curanderos, los videntes, con todo ese mundo mágico, con toda esa sabiduría ancestral que está conectada con la tierra y con la espiritualidad. Mi madre, que todavía vive en el interior, tiene un ritual particular cuando está por venir una tormenta; sale con su hacha y hace cortes en el aire, la tormenta no se va pero yo he visto cómo pasa a ser una lluvia más leve. El pensamiento mágico del interior me gusta mucho.
¿Qué pasa cuando la gente pone la mira solo en la centralidad de lo urbano y deja de ver las periferias?
En Argentina la relación entre centro y periferia es una cosa con bastante historia. Siempre se habla del Buenos Aires versus el interior, donde siempre lo central es Buenos Aires y el resto es lo periférico. Ahí hay un problema porque creo que no querer conocer el resto del país, no enterarse de sus costumbres, o de las miradas de esa otredad para mí te limita. El año pasado con el tema de la legalización del aborto pasó que había senadores o diputados del interior que nadie tenía idea de cómo pensaban y que de pronto causaron conmoción por las barbaridades que decían, cosas que se escuchaban en el siglo XVI. Me parece que mientras más diversidad conoces, todo en tu vida se vuelve más interesante.
¿Cree que hay globalidad en la ruralidad?
Creo que hay cosas universales. La verdad pensé que había cosas que eran muy particulares pero cuando publiqué ‘El viento que arrasa’ causó mucho interés en otros países. Pensaba que había escrito una novela súper local pero evidentemente pasan cosas que se pueden relacionar con las ruralidades de otros lugares. Sobre todo, la violencia, los dueños de la tierra, o los que trabajan esas tierras, esas cosas son universales.
En las grandes urbes la idea del tiempo está vinculada a la velocidad, ¿el mundo de la ruralidad se ha contagiado de eso que el filósofo Zygmunt Bauman llama mundo líquido?
Más allá de que haya ingresado mucha de la tecnología de las grandes ciudades, en el campo sigue habiendo un tiempo más lento. Es un mundo donde se convive con los avances de la tecnología, de las maquinarias para trabajar el campo y el confort que puede existir en una casa, con cosas como amasar el pan, o usar el caballo para transportarse. Esto que hablábamos de las diferencias sociales y económicas en la ruralidad es real. El dueño de la tierra, que tiene todos los accesos tecnológicos, puede estar en el mismo lugar junto al peón, que sigue cocinando con fuego y que sigue teniendo un baño tipo letrina en su casa.
¿Cuánto de ruralidad siente que hay en las grandes ciudades?
Creo que lo que hay de ruralidad es lo que trae el migrante del interior que viene a las grandes ciudades. En Buenos Aires no es algo que se pueda rastrear fácilmente. Quizás en el cono urbano, que son los barrios que rodean a la ciudad sea más visible. Un ejemplo de los últimos años es el culto al Gauchito Gil, que es un santo pagano de la zona norte. A él es común verlo en los altares acompañado de banderas rojas. El sincretismo religioso se ve mucho en la ciudad y es algo que claramente viene del ámbito rural.
¿Cree que se puede hablar de una escritura rural o hay una forma de traspasar lo rural a la literatura?
Hay escritores, entre los que me cuento, que hablamos de esos universos. En las últimas dos décadas aparecieron muchos escritores jóvenes de las provincias que empezaron a trabajar este universo. Cada uno lo hace a su manera por eso sé que no hay una sola forma de abordar la ruralidad. Me gusta mucho lo que escribe Hernán Ronsino. También está la obra de Sara Gallardo, que escribió ‘Enero’, donde se habla de una mujer violada que termina casándose a la fuerza con su agresor.