Padecemos FOMO: ‘pánico a perder algo que está sucediendo en la red’ (Fear of Missing Out). Pero no nos desconectamos. En la imagen El caminante sobre el mar de nubes (1817), de Caspar David Friedrich.
Te recargas por la noche y al amanecer estás chateando con el primer extraño disponible. Subes fotitos ordinarias de lo que comes. Gritas a los cuatro vientos que eres bendecido y feliz, que el fin de semana hiciste algo diferente (aunque hayas pasado en pantaloneta y dando vueltas por un centro comercial).
Más tarde, conforme avanza tu rutina, vas al baño y el teléfono te persigue. Decenas de personas escriben y te ves condenado a responder, incluso en aquel espacio íntimo.
Luego, vas en el auto y miras el aparatito por si acaso tu amante te haya enviado una nueva fotografía.
Te citas con los viejos amigos del colegio y ni siquiera te fijas en que han perdido el pelo: sigues zombi con el celular en la mano. Bajas decenas de aplicaciones, te conoces de memoria el ‘lenguaje emoticono’ y como no dominas el castellano (adverbios y subjuntivos) prefieres comunicar tu estado kafkiano del siglo XXI con una carita triste.
En la noche no miras a tus hijos, no adviertes siquiera que el día ha pasado y a ti no te ha pasado nada. Pero te alarmas, la batería está por terminarse.
¿Por qué no puedes desconectarte? ¿Por qué no puedes regresar al silencio de tu respiración, a la soledad de la habitación? Porque tienes FOMO: pánico a perderte de algo que está sucediendo en la Red’ (Fear of Missing Out). Este término fue acuñado por Andrew Przybylski, un investigador del Oxford Internet Institute, quien lleva adelante una discusión sobre la impotencia de desconectarnos de la matriz cibernética y sus tentáculos.
Por su parte, Enric Puig Punyet, doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Barcelona y por la École Normale Superior de París, comenta en una entrevista en La Vanguardia de España: “La Red se ha vuelto omnipresente y es ella la que formula las preguntas vitales, robándole al individuo su capacidad para generar nuevos marcos de referencia”. Es autor del libro ‘La gran adicción. ¿Cómo sobrevivir a Internet y no aislarse del mundo?’, (Editorial Arpa).
Michel Houellebecq (filósofo francés) plantea una seria preocupación por el contacto social y la relación con el otro femenino. Sus personajes de ficción anhelan lograr dos reinos esenciales para complementarse: la comunicación eficaz con el otro y la satisfacción del deseo. Pero fracasan, porque nadie está interesado en ser real e invertir tiempo para cruzar la calle y conocer a su vecino. Houellebecq pinta personajes que quieren a toda costa mentirse, desintegrarse en el polvo del tiempo.
Si se creyera que las redes están repletas de contertulios (y empatía) estaríamos cayendo en la trampa de dicho nexo.
¿La compañía/alteridad surge en ‘una acción comunicativa’? No del todo.
Interpretando a Lacan, se podría decir que el otro (receptor) justifica el mensaje y de este modo el papel del emisor. Pero las ideas son construcciones individuales y es en la soledad/inxilio donde han nacido óperas, novelas, guiones, esculturas, quimeras.
Aislado o distante, el ojo se vuelve reflexión, introspección, literatura. La soledad del Quijote es la celebración de la voluntad individual o la aventura de la imaginación. Para Aristóteles, el solitario es un híbrido de dios y animal en estado salvaje. Y esas condiciones dan origen a la filosofía.
En el siglo XIX y XX, la inquietud por el aislamiento (un grado superlativo de soledad) se ganó la escena en las artes. Recordemos la pintura The Swinger (1969), de Andrew Wyeth o El caminante sobre el mar de nubes (1817), de Caspar David Friedrich. Personalmente guardo especial entraña por un héroe del mar y de la introspección: el hidalgo e imperturbable Capitán MacWhirr (personaje de ‘Tifón’, novela de Joseph Conrad). Sin ser eremita ni antisocial, este marinero observa la desgracia (el mundo de Dios cayéndose a pedazos) con un paso atrás. No en el frente ni en medio de la chusma alharaquienta. Sino en la retaguardia, donde se agazapan los sujetos que hacen de la pérdida un poema.
En 2017 nos queda la sospecha de que no es tiempo para la reflexión. A nadie le importa. Los cientos de usuarios conectados apenas logran ponerse de acuerdo en algo: todos son felices y todos están contra el ‘mal’. Son jueces advenedizos que lloran y ríen en manada. A ellos les importa más la moral que la duda o la ciencia/conocimiento. Les obsesiona más la regla/norma que la hipótesis. Para Schopenhauer la identidad se consigue no en el rebaño sino en la soledad: “Amar la soledad es abrazar la libertad”.
No te desconectarás. Lo sabes bien. No estás listo a esperar que te sorprenda la belleza de la nada o el páramo interior. Aún no has juntado el suficiente dinero para comprarte una cueva, un pedazo de desierto o una cabaña en el bosque.
“Vivir también es pensar”, decía Octavio Paz. Pero tú prefieres una ‘ciberrelación’ con tus emociones.
Ya estás contento, crees que el mundo te ve. Piensas que te expresas en las redes sociales, pero apenas te expones: sustancial diferencia.
Cazas (y deseas) asomando tu cabeza en la jauría virtual. Flirteas en varias ventanas de Messenger y eres capaz de ser extrovertido y seductor por 10 segundos de fibra óptica.
“El amor es dos perros lamiendo sus heridas”, nos señala Antonioni en sus películas, y sus personajes acaban en algo que no se ha superado con la era de la saturación de la información basura: el fracaso esencial de todo vínculo, el vacío comunitario de la existencia, ese malestar con la vida que nos tocó en suerte.
Este no es un elogio de la soledad (estado abominado por Juan Carlos Onetti cuando se la imponían), apenas cocino a vista de todos la paradoja de buscar un espacio interior y de silencio en la era del rebosamiento de datos y rostros.
Y sospecho que no te alcanzará para comprar tantos celulares como tu anhelo de sentir compañía lo permita.
Franz Kafka, en sus días, anduvo desconectado de la masa social, y lo prefería así. En su diario fechado el 2 de agosto de 1914, escribe: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar”.
Cada vez que escucho la canción ‘Everybody’s talking’ de Harry Nilsson, tengo la impresión de que la carretera se alarga, me parece que se vuelve infinita detrás de una cortina de polvo.
“Todo el mundo me está hablando/ No oigo ni una palabra de lo que están diciendo/ Solo los ecos de mi mente”.
Una bella tonada para alistar el equipaje.
*Escritor, autor de la novela ‘Caballos en la niebla’.