El reciente caso de la estadounidense Brittany Maynard, quien sufrió un incurable cáncer del cerebro y cumplió la voluntad de terminar con su vida, ha puesto en la mesa de debate el tema de si un ser humano deba decidir el momento y el modo en que quiere morir.
La historia de Brittany es intensa. Ella tenía 29 años y vivía en San Francisco, ciudad donde se casó en setiembre del 2012. Su vida transcurría feliz, con planes de tener su primer hijo, hasta que de un momento a otro “como suelen suceder estas cosas” comenzó la pesadilla.
Poco después de casarse, empezó a tener dolores de cabeza por primera vez en su vida y luego de un viaje de Año Nuevo, el 1 de enero del 2013 fue diagnosticada con glioblastoma multiforme, uno de los tipos de cáncer de cerebro más agresivos que puede sufrir el ser humano: haga lo que se haga, muy pocos pacientes sobreviven más allá de los tres años. El cáncer cerebral de Brittany fue considerado inoperable.
Se dice que un cáncer de cerebro es inoperable cuando el tumor ha crecido tanto que compromete estructuras cerebrales profundas, y su extirpación es imposible sin dejar gravísimas secuelas o poner en peligro la vida del enfermo.
El tratamiento del cáncer de cerebro inoperable tiene dos pilares: medicamentos contra la hinchazón del cerebro y el dolor de cabeza y radioterapia para intentar controlar el crecimiento del tumor. Lamentablemente, la radioterapia tiene efecto limitado y causa mayor hinchazón del cerebro, lo cual agrava sin duda los síntomas de la propia enfermedad.
Sufrimiento extenso
Debido a que el cerebro está encerrado en una caja hermética llamada cráneo, el tratamiento del cáncer de cerebro inoperable está encaminado a evitar que el cerebro se hinche tanto que termine tratando de salir por el agujero de la nuca (técnicamente, llamado agujero occipital o “foramen magnum”) y se produzca una hernia cerebral que ocasione la muerte del paciente.
Antes de llegar a la fatídica hernia cerebral, el paciente sufre durante semanas o meses intensos dolores de cabeza, severas y frecuentes convulsiones y pérdida de las funciones intelectuales superiores. Al final, el paciente fallece generalmente de un paro respiratorio producido por el compromiso del tronco cerebral, parte del encéfalo que controla la respiración.
Si el paciente tiene dolor intenso, se incrementan las dosis de medicamentos contra el dolor, idealmente se empieza a usar morfina, con lo que este pierde la conciencia, entra progresivamente en coma y fallece. Lamentablemente, debido a la falta de entrenamiento de los profesionales de la salud y la actitud negativa de la familia, que se niega “a dormir” al paciente, muchos enfermos mueren agobiados por el dolor.
Búsqueda de la legalidad
La lucha de Brittany Maynard fue para que el enfermo con cáncer terminal pueda decidir el tipo de tratamiento que quiere recibir y, sobre todo, pueda tener control sobre su muerte y pueda escoger el momento en que quiera morir.
Para tener esa opción, ella tuvo que mudarse de California a Oregón a fin de recibir una receta de altas dosis de sedantes, que, al ser tomados, le permitió pasar del sueño a la muerte en la tranquilidad de su hogar y en presencia de sus seres queridos. Oregón es uno de los cinco estados en Estados Unidos que tienen legislación que permite una muerte digna. Los otros son Washington, Nuevo México, Vermont y Montana. Ella tenía los medicamentos y los usó cuando creyó conveniente.
Con respecto al tratamiento de su cáncer, ella solo escogió recibir altas dosis de cortisona, cuyos efectos secundarios cambiaron radicalmente su apariencia. Al día siguiente de cumplir su último sueño, visitar el imponente Gran Cañón del Colorado, tuvo dos días de convulsiones, despertando sin poder reconocer a su esposo. Antes había cumplido otro sueño, visitar Machu Picchu.
Argumentos del debate
Obviamente, el plantear que un ser humano pueda controlar su muerte despierta intensas pasiones. Dependiendo de factores tales como religión, ética y moral, el público se pone en uno u otro bando de la controversia. Estoy seguro de que al terminar de leer esta columna, usted, amable lector, tomará intenso partido por uno de ellos.
Por un lado, están aquellos que sostienen que la vida debe respetarse a toda costa y que el ser humano de ninguna manera debe atropellar ese derecho fundamental de vivir. Dicen que el sistema de salud hace mal en proporcionar las recetas de altas dosis de sedantes porque la medicina debe estar para reparar la salud, no para terminar la vida. Argumentan que muchas personas con severas depresiones podrían encontrar este camino “legal” para terminar con sus vidas. Otros dicen, en profesión de su fe, que Dios es el único que da la vida y que él es el único que la puede quitar y que el ser humano ha sido traído a este mundo para sufrir y que debe morir “purificado” en dolor.
Por otro lado, están aquellos que dicen que el morir con dignidad debe ser una opción para todo ser humano, y que al final de su vida la persona debería tener a su completa disposición los medios para reducir su sufrimiento y poder morir en tranquilidad y en completo control de la situación. El brindar asistencia para una muerte digna, dicen, debe ser una práctica médica reglamentada en la que un paciente afectado de una enfermedad terminal y con su mente aún lúcida pueda solicitar y el médico pueda proveer un medicamento que le permita terminar voluntariamente con su vida en la intimidad de su hogar y rodeado por los seres queridos. Dicen también que, al menos en Estados Unidos, esa opción ha sido reconocida por las cortes como un derecho protegido por la Constitución. Dicen también que todo enfermo terminal tiene el derecho fundamental de gozar cada día que le resta de vida, decidiendo qué es lo importante para él, rodeándose de la gente que ama y que cuando llegue el momento que el sufrimiento sea incontrolable, de manera voluntaria pueda tomar sus medicinas y terminar con su vida.
En Estados Unidos, el 70% de la gente está de acuerdo con una muerte así.
En su libro ‘El libro tibetano de la vida y la muerte’, Sogyal Rimpoché nos recuerda que cuando nace un niño, el ser humano hace todo lo posible para hacerlo crecer y vivir, pero que ese mismo ser humano (incluido el médico) le rehúye a la tarea de ayudarlo a morir. Al revés, muchas veces lo abandona a su suerte en un momento tan trascendental como fue su nacimiento.
El asunto es, como magistralmente lo describe el Dr. Atul Gawande en su libro ‘Being Mortal’, que en su afán de “curar lo incurable”, la medicina moderna considera a la muerte como al “enemigo natural” de su trabajo. El médico piensa que ese enemigo debe ser combatido a toda costa, incluso a sabiendas de que el caso es incurable y que la muerte del paciente es inevitable.
En su afán de no perder la batalla (a pesar de que ya la tiene perdida) y de que “siempre hay algo más que hacer”, la medicina moderna ha convertido a la muerte en una derrota, deshumanizando un evento de la vida que habría que saber reconocer y recibir con verdadero humanismo.
Al no recibir en la escuela de medicina ninguna educación para aceptar la muerte de un paciente terminal como un evento natural, el médico simplemente continúa ciego tratando de prolongar una vida que él muy bien sabe que no puede salvar.
Nunca olvidaré la noche en que, mientras participaba de la cobertura de CNN en Español sobre la enfermedad del papa Juan Pablo II, nos llegó la noticia de que el Santo Padre se había puesto muy grave en su habitación y que, cuando sus médicos intentaron reingresarlo al hospital del cual había salido unos días antes, Juan Pablo II dijo no, basta de sufrimiento, no quiero regresar al hospital, déjenme morir aquí en mi cama, en mi habitación y rodeado de los que más quiero. Según sus deseos, el papa Juan Pablo II, hoy santo de la Iglesia Católica murió dos días después.
Reflexioné mucho acerca de la sabiduría de ese hombre, quien, al igual que mi madre, escogió morir en su cama, en su casa y rodeado por los seres que más quería.
Y concluyo con esta pregunta, amable lector: ¿Ya decidió usted cómo quisiera morir?