La ‘muerte’ del cine inteligente

Alien, el octavo pasajero (1979) es quizás una muestra perfecta del cine de horror. Su director, Ridley Scott, es uno de quienes se queja de la falta de inteligencia del cine actual. Foto: inefilesreviews.com

Alien, el octavo pasajero (1979) es quizás una muestra perfecta del cine de horror. Su director, Ridley Scott, es uno de quienes se queja de la falta de inteligencia del cine actual. Foto: inefilesreviews.com

Alien, el octavo pasajero (1979) es quizás una muestra perfecta del cine de horror. Su director, Ridley Scott, es uno de quienes se queja de la falta de inteligencia del cine actual. Foto: inefilesreviews.com

Woody Allen es la nueva celebridad que se pregunta si acaso Hollywood se ha transformado en una maquinaria que está destruyendo el cine con sus sagas, su enfermiza obsesión con los superhéroes y su sofisticación digital que pone al guión al servicio de los efectos especiales. “Ya no se ven películas inteligentes”, es el nostálgico lamento de Allen, cuyas obras se han caracterizado por eso justamente, por contar una historia de una manera ingeniosa.

Ridley Scott es otro director que rechaza la situación actual del cine de Hollywood, al punto que se ha negado a dirigir cintas de superhéroes, a los que culpa de la decadencia creativa actual. Es curioso que esa sea la postura de alguien que también ha liderado filmes comerciales como ‘Alien, el octavo pasajero’; pero Scott dijo que había una enorme diferencia entre los enmascarados y su extraterrestre: una historia inteligente. Sí, otra vez la palabra ‘inteligente’ parece ser la clave de todo.

Antes, y por supuesto siendo muy esquemáticos en esta descripción, el espectador buscaba en el cine un estilo, una manera en que la perspicacia del director (y la de todo el equipo) resolvía una historia. Y esto era válido tanto para los filmes basados en libros ya conocidos como para historias escritas especialmente para el cine. Steven Spielberg no era igual que Alfred Hitchcock, Federico Fellini no se parecía a Charles Chaplin y Francis Ford Coppola era tan reconocible como Woody Allen.

Hoy, las sagas han borrado el estilo personal. Los filmes de Marvel, por ejemplo, son prácticamente idénticos porque la prioridad ha sido construir una enorme telenovela con el mismo esquema en cada capítulo. Los mismos chistes. La misma música. Los mismos planos. Los mismos efectos. Y eso ocurre con diferentes directores, contratados para no aplicar su estilo sino el de la franquicia. El cine se volvió una fábrica de hamburguesas.

Antes, el objetivo del espectador era sorprenderse con la película. Maravillarse con el relato. A veces, hasta reconocerse. Se la juzgaba en función de sus actores y su guión. Ahora, la prioridad se centra en las escenas post créditos, más importantes que la película misma porque la conectan con las siguientes; aunque a veces terminen siendo una burla, como en la reciente del Hombre Araña, con el Capitán América parodiándose a sí mismo.

Por supuesto, no se trata de caer en el cliché de que lo de antes era mejor. Pero, desde que el cine existe, siempre se ha discutido el carácter moral de este arte. ¿Es por sobre todo un vehículo de entretenimiento y de nada sirve agregarle más expectativas? ¿O existe una misión educativa, forjadora de valores nacionales, una responsabilidad con la gente? La respuesta dependerá del punto de vista de quién responda, pero hay una verdad inicial que tiene ver con el origen comercial del cine desde su mismo nacimiento.

El cine ya era comercial cuando los Lumiere vendían sus aparatos y todos hacían cine. Charles Pathé tuvo el monopolio de los proyectores. El primer ‘trust’ fílmico ya existía a inicios del siglo XXI, la Motion Pictures Patent Co.

El carácter industrial es indiscutible porque viene de origen y se ha desarrollado durante 120 años. Solo que ahora estamos ante una uniformidad de estilos que hace del cine una experiencia parecida a entrar a un ritual repetitivo, sin aporte alguno al pensamiento, porque la prioridad está en la caja registradora.

Una película inteligente para adultos, sin efectos especiales y con actores reconocidos, como ‘Medianoche en París’, de Woody Allen, cuesta USD 17 millones. Si el público se reconoce en ella, puede recaudar 125 millones e incluso tener opciones en los Premios Oscar. Pero cómo competir ante ‘Avengers: Civil War’, que requiere de USD 250 millones y que recauda 1 500 millones, sin contar los beneficios que dejan los productos derivados. Los grandes estudios le dan prioridad a estas producciones mastodónticas.

El dinero no es la única razón. El ambiente actual también ha perjudicado al cine. Por ejemplo, lo políticamente correcto ha contenido historias por miedo a que parezca que se difunde en racismo, el machismo o cualquier tipo de discriminación. La autocensura es palpable, por ejemplo, en los recientes filmes de Clint Eastwood, y poco queda para directores como Spielberg o Tim Burton, que eran osados en sus propuestas.

Otro actor en escena es el auge de la televisión en línea, que está destrozando el negocio de la TV convencional y redefiniendo los paradigmas del cine y del entretenimiento cotidiano. Esa nueva televisión se ha apropiado de los recursos cinematográficos para sus series, al punto que incluso actores y directores de cine se han pasado a ese lado.

También hay más osadía, cómo se aprecia por apuestas que superan lo políticamente correcto como ‘Trece razones’, una serie que habla abiertamente del suicidio juvenil, o ‘Juego de tronos’, que no tiene empacho en usar la violación como recurso de tensión narrativa y que, para colmo, recrea batallas como si estuvieran pensadas para ser vistas en una sala de cine.

Eso es justamente lo que está quedando del cine, la experiencia de la sala oscura, de ver con desconocidos una historia y contagiarse de la risa o la sorpresa colectivas de una escena. Eso todavía se mantiene. De hecho, eso es lo mejor cuando se miran filmes de héroes o comedias de Eugenio Derbez. Pero debe haber un equilibrio. A todos nos gusta ver a Iron Man presumir su dinero ante el Capitán América, pero también es bueno mirar de vez en cuando algo que haga funcionar al mismo tiempo el cerebro y el corazón.

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