El tema de las religiosas de clausura es uno de los más desconocidos por razones propias de su estado monacal. No se tiene una idea más amplia de su propia condición como monjas que vivían y aún viven apartadas físicamente del mundo exterior. Sin embargo, como señala Adriana Pacheco, para el siglo XVII los conventos de vida contemplativa tuvieron gran importancia dentro de la vida social de los quiteños, sobre todo de las clases menos favorecidas cuya trascendencia se mantiene hasta nuestros días, ya que la gente encuentran en estos lugares “oraciones y remedios para curar sus males del alma y del cuerpo”.
En la Real Audiencia de Quito, en el siglo XVII, la población femenina que buscaba abrazar la vida religiosa tenía varios conventos para cumplir sus propósitos: La Concepción, fundada en 1577; Santa Catalina, en 1594 y Santa Clara, en 1596.
A pesar de que las posibilidades eran amplias, la calidad de vida monacal no era la más adecuada para vivir una vida espiritual conforme el ideal de sus fundadoras. Dentro de las paredes de algunos monasterios existía un mundo no muy diferente del externo. Las monjas solían residir en compañía de sus criadas, quienes las atendían contradiciendo los votos de pobreza propios de la vida austera.
La llegada a Quito de las monjas carmelitas en 1563, propiciadas por el obispo Agustín de Ugarte y Saravia, produjo un cambio notable en la vida espiritual de los quiteños, quienes en el siglo XVII atravesaban dura crisis debido al deterioro económico producto de epidemias y terremotos que afectaron gravemente sobre todo a la población indígena, vital mano de obra en la producción textil y agrícola, y trajo graves consecuencias al modo de vida de los habitantes de la región.
Una de las disposiciones de Santa Teresa de Jesús fue que las novicias provengan de familias distinguidas y de rancio abolengo, con verdadera vocación para el silencio y la oración. Pronto este lugar acogió a hijas de hogares respetables de Quito y sus alrededores. Los jefes de esos linajes depositaban sus secretos y problemas personales, sociales, económicos y políticos en las prioras.
Su característica era la prudencia y el buen gobierno debido a que eran preparadas con esmero, causa por la que gozaban de gran prestigio moral. Pero adentro germinaban ideales independentistas.
En una carta del Miguel de Ayala, fechada en febrero de 1822, y dirigida al canónigo Misael de Gómez, que se ocultaba en la región de Lita por su afición a la causa de la independencia y era perseguido por las autoridades realistas, dice: “….bien sabe que las únicas monjas que están con nosotros son las carmelitas de los dos conventos llamados de San José y de la Santísima Trinidad, que han sufrido agravios por los godos que han suspendido sus rentas y censos por no declararse afines a sus miserables actuaciones. Incluso las han amenazado que luego del triunfo de las armas del rey despedazando a los rebeldes, ellas serán despojadas de sus conventos y las mandarán desterradas a Lima o Santa fe. La monja Rosa de la Santísima Trinidad, abadesa del convento del Carmen Alto, ha señalado que Dios es justo y no permitirá que haya tanto abuso y dolor con la gente del pueblo quiteño. Ellas rezarán y harán sacrificios por el triunfo de las armas patriotas”.
Al otro día de la Batalla de Pichincha, Sucre agradeció a las carmelitas por las oraciones efectuadas para lograr su triunfo. Más tarde, cuando en junio de 1830 el Mariscal fue asesinado en Berruecos, sus restos mortales descansaron de manera secreta por cerca de 70 años debajo del altar mayor de la iglesia del Carmen Bajo, lugar al cual fue llevado por la Marquesa de Solanda, su esposa.
De los otros conventos la mayoría de las superioras tenían afinidad con los realistas; sin embargo, hubo monjas criollas que se amotinaron contra ellas, como ocurrió en el convento de Santa Catalina, en donde Manuela Sáenz vivió un corto período, dejando en varias religiosas el ideal de insubordinación contra el poder español.