Si en este momento nos sorprendiera un tsunami terminaríamos a 3 kilómetros de distancia uno del otro. Eso lo supe el 26 de diciembre del 2004. La vida es así, haces planes para pasar unas vacaciones de Navidad y la realidad te dice: ‘No es lo que planeas”.
Hace nueve años, mi familia y yo disfrutábamos del hotel más lujoso que habíamos conocido.
Recuerdo el lleno total porque la costa tailandesa es una locura en esa época, la gente del norte de Europa busca el sol. Nos dábamos un chapuzón en la piscina; con mi esposo Quique planeábamos qué haríamos ese día con los niños.
Debíamos ir al centro para lavar la ropa de 10 días. Y de pronto oímos un sonido indescriptible de la tierra partiéndose.
En esa temporada vivíamos en Japón, porque él trabajaba en una multinacional. Antes, por siete años, residimos en México. Y quisimos pasar unos días ese invierno en Tailandia. No había lugar en ningún sitio y mi hijo mayor, Lucas, quien tenía 10 años, dio con el hotel. Era tan nuevo que no contaba con página web, pero llamamos e hicimos la reservación.
Dijimos ¡guau!, qué vacaciones pasaremos. El día anterior al tsunami vimos a los dueños en el brindis inaugural. Y al amanecer del siguiente, todo se acababa. Escuchamos ese ruido espantoso. No era un temblor, como los que sentíamos en Japón. Vimos el muro negro que llegaba contra nosotros y dijimos hasta aquí llegamos.
Eso me hizo pensar que a la mayoría de gente le pasan cosas muy duras. Hay quienes viven bajo las olas de un tsunami toda su vida. Y casi todo el tiempo, unos pocos somos privilegiados frente a otros.
En esos minutos que duró el tsunami pensé qué cortita es la vida. Pensé en lo que pude haber hecho mejor. Fue breve el tiempo pero mental y espiritualmente pude procesar muchas cosas.
Grité el nombre de mis tres hijos, Lucas, Tomás y Simón, para despedirme; creí que no los vería más y tenía que darles fuerza.
Sentí miedo y dolor emocional. Pensé que perdería a mis hijos y con ellos el sentido de mi vida, pues todo lo que haces es por ellos.
En minutos había atravesado el sitio en donde estaba el hotel. En medio del agua, muchos cadáveres flotaban. Y emergió la cabeza de mi hijo Lucas, como un espejismo. Con sus dos hermanos y mi esposo nos vimos dos días y medio después. Todos pensamos, por separado, que jamás nos veríamos.
Simón ahora tiene 14 años, es el menor, el único con nosotros. Está en secundaria y me dice: ‘Mamá, los niños se pelean por cosas tontas’. El tsunami nos enseñó a ver lo que de verdad importa. Simón no entiende por qué los demás no ven que no tener el celular de última generación no los hará más felices. Tomás estudia el último año de ‘high school’, tiene 17 años; hace salvamento marítimo.
Lucas, de 19, se fue a los 15 años y estudia Medicina en Londres. Está becado en Colegios Unidos del Mundo, donde forman ciudadanos con compromiso social. Siempre le gustó esa carrera, pero me confesó que lo que nos ocurrió en un cuarto, tras el tsunami, no le volvería a pasar. Me moría y necesitaba antibióticos. Sintió impotencia hasta que llegó el doctor y se ocupó de mí. Él fue su héroe. Me faltaba la mitad de la pierna.
A mis hijos no les ocurrió nada. Cuando estás bajo el mar sabes que todos tenemos un camino muy marcado. Un minuto más allá teníamos la muerte, a dos minutos, la amputación, y cada quien pasó por donde tenía que pasar.
No tengo idea de por qué mi familia tuvo que vivir eso. Y la pregunta me podría torturar. ¿Por qué a nosotros? Eso no está en nuestras manos, pero sí averiguar para qué. Tuve el privilegio de que el tsunami me devolviera a los míos, mientras hubo otras personas que volvieron a casa sin hijos.
Por eso acepté contar la historia para una película (‘Lo imposible’). Fue para honrar a 230 000 personas a quienes les pasó algo. Regresamos a Tailandia para el rodaje, el hotel fue reconstruido y nos reconciliamos con el lugar.
El año pasado fui invitada a un congreso de ‘Lo que de verdad importa’. Conocí la historia de una mujer francesa maravillosa, que perdió a su hija por una enfermedad terminal y tiene una segunda a punto de morir.
Ella habló sobre el proceso de vivir eso con entereza, fuerza y amor. Sentí envidia de los jóvenes asistentes. Quisiera haber escuchado eso en el momento en que como joven tomé decisiones importantes. Por eso acepté dar charlas en mi país, en ocho ciudades en mi país, España; dos en México y en Quito (el viernes ante 2 000 colegiales). Les quise decir ‘no esperes a que te ocurra un tsunami’.
Todos tenemos que vivir la vida, no se trata de ahorrarles problemas a los jóvenes, estos vienen como llega el aire, el sol y la lluvia.
Tienen que decidir qué quieren para su vida, no vaya a ser que un día descubran que hacen todo lo contrario a lo que les habría gustado. Yo, luego de esas vacaciones del 2004, en Tailandia, me despido de mis hijos y de mi esposo con un adiós, hasta luego, te quiero mucho. Me puedo morir hoy, esta tarde, luego de que me lean. Por eso pongo amor. En este momento me entrego a ustedes”.
Las frases:
“Hoy vivo sin preocuparme por el futuro, eso no existe y más que nada no lo controla nadie. Con mi familia vivimos solo el presente”.
“Los más privilegiados deberíamos darnos más a los demás. Pero el problema es que vivimos en una burbuja y olvidamos lo que tenemos”.