Carlos Terán, músico y fanático de Gustavo Cerati, conversó rápidamente con el cantante en 2002. Foto Diego Pallero/ ElComercio
Era tarde. El concierto estaba ya casi por empezar en el Coliseo Rumiñahui. Estaba junto a mi hermana en el lobby del hotel. Nunca pensamos que nos convertiríamos en ese tipo de personas: los que persiguen celebridades, pero lo hicimos y valió la pena.
Era el año 2002 y él no había vuelto desde el 2000 cuando hizo su gira promocional de Bocanada, un disco que influenció a toda mi generación de amigos músicos universitarios y que dio paso a algunas de mis composiciones en particular.
Los Aterciopelados ya habían iniciado el concierto. Entonces vino la noticia por parte de una ‘groupie’ que vino siguiendo a Charly García y Fito Páez desde que salieron de Buenos Aires: ¡Gustavo ya viene! Lo vimos bajar las escaleras. Era nuestra oportunidad.
Armado de un marcador que no decía “Indeleble” y un poster con su silueta humeante, tome una respiración profunda y me acerqué. Él estaba apurado, ya debía ir para tocar ante el público quiteño. Se detuvo cuando lo llamé. Me vio y dijo: “¡Ahora no, ahora no!”. Sentí que se me iba mi oportunidad de conocerlo pero alguien de su equipo lo convenció de quedarse unos segundos y lo hizo. Con una emoción de quinceañero (a pesar de tener 27) le entregué el marcador y el poster. Él lo firmó rápidamente: “Gus”.
En estos breves segundos que afortunadamente se me hicieron eternos, saqué de mi bolsillo lo que tenía preparado para él: una copia provisional de Variaciones Mentales, el primer (y único) disco de mi banda de aquel entonces, Acróbatas. Era todavía un disco en proceso de culminación pero mi objetivo era dejar en manos de mi Maestro esa pequeña obra hecha por cuatro personas que admiraban profundamente su música, sus letras y su estilo. Lo tomó en sus manos y lo vio con detenimiento. Entonces vino el micro diálogo:
Él: “¿Esto es para mí?”
Yo: “Sí, es un disco que estoy haciendo con mi banda”
Él: “Ah, qué bonito. ¿Te gustó mi último disco?”
Yo: “Todavía no lo están vendiendo aquí, no lo he escuchado”
Él: “¿Ah, no? Bueno, me voy. Nos vemos en el concierto”
El poster con el autógrafo tuvo un triste final, un largo proceso de desaparición: la firma se desvaneció progresivamente con los años y el poster como tal fue a parar en manos de alguien que decidió quitármelo sin saberlo yo. Confieso que fue una tristeza.
Al final, él también se ha ido luego de años de desvanecerse. Lo que me dejó como músico es, a diferencia de mi marcador, indeleble y nadie lo podrá robar jamás. Esa es la única felicidad dentro de todo este cuento. Adiós, Gustavo Cerati.