La guerra civil (1861-1865).
En el último verso del himno nacional estadounidense se afirma que es “la tierra de los libres y el hogar de los valientes”. En esa gran invención de la modernidad que se llama Estados Unidos, el término libertad ha sido el tema dominante de las grandes discusiones que han cruzado su historia.
Estados Unidos no solo es una invención, sino una invención moral, según Tom Watson, en su libro ‘Ideas’. Al menos, fue el primer país en el mundo que planteó la libertad como la piedra fundacional de su destino.
Las recientes convenciones de los partidos demócrata y republicano no hicieron más que agudizar esa discusión. El país se ha polarizado al extremo durante el gobierno de Donald Trump; pero ya sus gérmenes se fortalecieron durante la administración del demócrata Barack Obama.
Los demócratas se amparan en la Constitución. Si Trump la irrespeta, los ideales de los padres fundadores -libertad y democracia para garantizar la felicidad- están en peligro.
Los republicanos, en cambio, afirmaban que la democracia corre peligro porque “la izquierda radical demócrata” atenta contra los ideales de la Unión: la libertad de expresión, impuestos que vulneran la libertad de empresa y se impulsa la intervención del Gobierno en asuntos individuales. Llegaron al extremo de afirmar que se perdería el derecho de elegir escuelas, ropa y hasta se prohibiría “comer hamburguesas”.
Y, de algún modo, los unos y los otros tenían razón.
Cuando llegaron los colonos británicos no lo hicieron para extender los dominios de la Corona. Huían de la intolerancia del Viejo Mundo y sus Estados totalitarios. Los viajes al Nuevo Mundo tenían la virtud de dar salida “a aquellos individuos propensos a la sedición”, dice John Elliot en su libro ‘El Viejo Mundo y el Nuevo’, citado por Watson. Era más fácil cruzar el Atlántico para tener mejores oportunidades que las que podrían obtener luchando en su país.
¿Qué había? Pues cosas impensables que ocurrieran en la metrópoli, sobre todo dos: la libertad de decir lo que se pensaba y la de profesar la fe religiosa que se quisiera. Y esa es, precisamente, la voluntad estadounidense, su invención moral. Conformaron sus propios parlamentos: eran los que debían definir las políticas en las colonias. Su relación con la metrópoli era algo más formal, cuando se trataba de conflictos internacionales y comercio exterior. Y había algo que no toleraban: el aumento de impuestos, un asunto que perdura hasta hoy en la batalla entre demócratas y republicanos.
En principio, no era la palabra “independencia” la que adquiría valor en los debates en los congresos previos a la redacción de la independencia, el 4 de julio de 1776. Más bien sentían que su libertad estaban en peligro bajo el imperio británico.
Cuando el Parlamento en Londres dictó por primera vez una serie de impuestos para las colonias -la Ley del Timbre (1765) y, sobre todo, el impuesto al té (1773)-, hubo levantamientos violentos dirigidos por un grupo denominado ‘Hijos de la Libertad’. Fue el germen de la independencia.
Los padres fundadores eran hijos de la Ilustración y llevaron sus ideales lo más lejos posible. “Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, dice la declaración de Independencia. Y en el preámbulo de la Constitución se procura “asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la libertad”.
Se inauguraba así la mayor tradición estadounidense, según Octavio Paz: el futuro, su gran utopía.
No deja de ser contradictorio, sin embargo, que se proclamara la libertad mientras se mantenía la esclavitud. Pero esta fue causa de grandes controversias durante la Constituyente, y casi un siglo después derivó en la Guerra Civil (1861-1865), que dio paso a su abolición.
Para el historiador Eric Foner, “la mayoría de los afroamericanos no vio en la libertad una posesión a ser defendida, sino un objetivo por alcanzar”. Años después, en su discurso ‘Yo tengo un sueño’, del 28 de agosto de 1963, Martin Luther King proclamaba: “¡Al fin libre, gracias, poderoso Dios, soy libre al fin!”.Y si bien la discriminación persiste, es motivo de protestas para su erradicación para llegar a esa libertad soñada.
Desde el siglo XX, Estados Unidos se sostendrá como el defensor del “mundo libre”.En la década de los 80, el presidente Ronald Reagan decía que“por algún plan divino”, se asentó en ‘América’ gente “con un amor especial por la libertad (…) somos el faro de la libertad para todo el mundo”.
Estados Unidos peleó contra la tiranía nazi, contra el comunismo durante la Guerra Fría, contra el terrorismo, ahora con China bajo la lógica de Trump. Todos ellos eran -y son- la antítesis de su idea de libertad.
Esta, sin embargo, no tiene sentido si no está asociada con la economía y la libre empresa. Si en el siglo XIX era una pequeña propiedad -tienda, granja o taller-, en el inicio del XX fue la “libertad industrial”. Durante los años 30 de ese siglo, el ‘Nuevo Pacto’ de Franklin D. Roosevelt creía que tenía que ver con “la seguridad del hombre promedio”; las críticas conservadoras decían que era intervencionista y restringía las libertades. El eslogan del Plan Marshall para Europa era: “La prosperidad los hará libres”.
Pero la libertad es también un asunto individual y los conservadores, sobre todo, creen que el Estado y el Gobierno no tienen derecho a intervenir en sus vidas, una posición que crece desde los 90 de parte de los libertarios. Las movilizaciones de los anticuarentena -con armas en mano- partían de ese principio aunque estuvieran en riesgo sus vidas.
Y esta búsqueda también ha dado paso a más derechos, como los logradas por la lucha de las mujeres y de las minorías sexuales, por ejemplo.
En el ideal estadounidense, libertad, igualdad y prosperidad deben estar estrechamente vinculadas para un país que se fundó sobre una utopía: la consecución de la felicidad.