El 26 de marzo de este año (hace 28 días), en un análisis sabatino de este mismo formato, abordaba el tema de la relación existente entre la geografía nacional y la sismicidad.
Sin ser premonitorio ni mucho menos, en el artículo afirmaba que “los expertos prevén un sismo de gran magnitud (8 grados o más) basados en los análisis de riesgo sísmico realizados hace unos 15 años. El estudio de probabilidades determinó que habrá un suceso de esa magnitud en el país, en los costas de Esmeraldas o Manabí. O en otra parte, incluida Quito”.
También, decía que dado el nivel de informalidad de las construcciones, de casi el 70% en todo el territorio patrio, las consecuencias de tal terremoto serían catastróficas.
Lamentablemente, eso sucedió más rápido de lo que se pensaba. Y aunque el sismo del sábado pasado no llegó a los 8 grados Richter, 7.8 grados fueron suficientes para acabar con la estructura y la infraestructura de varias ciudades y poblaciones de las provincias de Manabí y Esmeraldas.
Una primera prospección del desastre nos deja una cosa que asombra: muchas edificaciones que -en teoría- no deberían haber sufrido daños severos, se cayeron como castillos de naipes. Con la consiguiente dolorosa pérdida de vidas humanas.
Un ejemplo de eso es el Hotel Royal de Pedernales, de cinco plantas, del que no quedaron sin los cimientos; fue borrado de la faz de la tierra, literalmente.
Este comportamiento estructural de esas construcciones -y de las informales, naturalmente- tiene muchas lecturas pero todas incluyen una teoría que se vuelve axioma: los principales factores que incidieron en el desastre fueron: la mala calidad de las construcciones, los sistemas estructurales inadecuados, la mala dosificación de los materiales…