El 16 de mayo se celebró el centenario del mexicano. La escritora Cristina Rivera Garza ha indagado en su faceta laboral, en la que, entre otras cosas, hizo fotos y fue burócrata.
Rechazado, sobreviviente, inventor de paisajes (visuales y escritos), migrante, padre/proveedor, policía, curioso, consumista, esposo, burócrata, culpable, artista interdisciplinario, asesor, pobre diablo, agente de ventas, caminante, hombre de ojos pequeños y bien abiertos, deprimido. Todo eso –a veces a la vez, a veces por capítulos– fue Juan Rulfo, según quienes lo han estudiado, y según él mismo también. ¿Cuántas cosas somos capaces (incluso por incapaces) de ser? Es cuestión de empezar a enumerar mentalmente.
Entre quienes han profundizado en la obra y la vida de Rulfo está la escritora mexicana Cristina Rivera Garza, quien publicó recientemente ‘Había mucha neblina o humo o no sé qué’, un libro ambicioso que va tras lo que ella considera “la materia de sus días como escritor. No toda su vida cotidiana (…) sino las condiciones materiales que hicieron posible que un hombre nacido en 1917 en la provincia mexicana pudiera ganarse la vida escribiendo o para escribir”. Y para dejar sentado su punto, su necesidad de hurgar en la faceta laboral, no literaria, de Rulfo cita a Ricardo Piglia: “Entre vivir la vida y contar la vida hay que ganarse la vida”.
Es desde esa esquina, mínima, que la mexicana observa y recrea el papel de Rulfo en lo que ella llama los proyectos neurálgicos para la modernización de México, a mediados del siglo XX. Un hombre que navega, con fines puramente alimenticios, entre las dos orillas: la de la empresa privada y la estatal, ambas envueltas en la atmósfera creada por el llamado ‘Milagro mexicano’, impulsado por Miguel Alemán.
“Lo que pasa es que yo trabajo”, le dijo Rulfo a un periodista de Televisión Española cuando, a propósito de su Premio Príncipe de Asturias (1983), le preguntaba por su proceso creativo. Esa ¿excusa? quería decir que su escritura -que se condensa en dos libros, uno de cuentos, ‘El llano en llamas’ (1953), y una novela, ‘Pedro Páramo’ (1955)- se iba armando poco a poco, en los intermedios, entre uno y otro viaje, entre la casa y la oficina. Esa frase, según la autora, da cuenta de “las horas diarias que, a lo largo de su vida, fue dejando en diversas oficinas”.
Y Rulfo, o sea Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, casi nunca dejó de trabajar para escribir; ¿escribir no es un trabajo? Al parecer no lo era para Juan Pérez, que no podía imaginar no ser el proveedor del hogar que formó en 1948 con Clara Aparicio.
Fiscal de obreros, primero, luego agente de ventas y, finalmente, publicista en la fabricante y comercializadora de llantas Goodrich-Euzkadi; burócrata en sitios varios: oficial en la Secretaría de la Gobernación, archivista y agente en el Departamento de Migración, taquígrafo en la Dirección General de Población, editor de textos de Antropología e Historia en el Instituto Nacional Indigenista, asesor y fotógrafo de la Comisión del Papaloapan.
Entre finales de las décadas de 1940 e inicios de los 50, por ejemplo, Juan Pérez trabajaba 14 horas diarias, siete días a la semana. Rutina que le dejó “quebrantado el cuerpo” además de “adolorida el alma”, pero esto último también por el rigor y el abuso que aplicaba a su vida y a la de sus compañeros la industria de las llantas.
Pero, precisamente, en esa época el aprovisionamiento de imágenes, de murmullos, de ideas… fue abundante. De una u otra manera, esas imágenes, esos murmullos, esas ideas están en su obra. Como agente de ventas de la llantera recorrió un territorio que, como dice Rivera Garza, estaba vuelto del revés, sin saber cómo amoldarse a la modernidad con sus harapos hechos de desigualdad social, de injusticias de todo tipo; harapos que afeaban el paisaje.
En auto o a pie, para la llantera o para la Comisión de Papaloapan (que construyó la enorme represa Miguel Alemán), Rulfo, o sea Pérez, tomó infinidad de fotos con su Rolleiflex; unas 500 han sido publicadas, y se calcula que hizo por lo menos unas 7 000. Es que Rulfo también fue fotógrafo. Era, con la perspectiva que da el tiempo, además un artista visual. O eso dicen algunos de sus estudiosos. Están los que hermanan su fotografía con su escritura, pero él no estaba de acuerdo con esa apreciación. Al menos eso le dijo en 1983 al argentino Martín Caparrós, cuando lo entrevistó: “Cuando yo tomaba fotografías no pensaba en la literatura, son dos géneros muy diferentes”.
Rulfo, con su fotos, por ejemplo, pudo haber sido mensajero, predicador involuntario del mito del progreso, pero no. “Al empleado del gobierno o de la iniciativa privada le pagaban por viajar, pero del viaje se quedaba con algo que pertenecía solo a sus ojos. El pedazo mínimo de realidad en la que se concentra, con todo su poder crítico, lo que, pudiendo haber sido, no fue”. Un notario implacable que tenía muy claro que el eufemismo oficial de “reacomodo” no era más que un desalojo, una expulsión de los chinantecos y mazatecos de sus tierras; un “reacomodo” que él ¿ayudó? a perpetrar, como fotógrafo oficial del proyecto de Papaloapan.
Sí, Juan Rulfo o Juan Pérez fue todo eso y también -aunque él dijera que era “la pura nada”-algunos dirán que fue, sobre todo, escritor. Y todos coinciden en que lo fue como pocos.