Los anuncios de intervenciones militares han sido objeto de rechazo en países de Europa. Foto: AFP
Cualquier Estado que se precie de soberano debe respetar los derechos humanos de sus ciudadanos. En el momento que estos no son respetados, la soberanía del país en cuestión se disuelve, y la ONU respaldará a un actor externo para proteger a las personas.
Ese es el fundamento de la Responsabilidad de Proteger (o R2P, abreviación de los términos en inglés), postulado que se aprobó en la Asamblea General de Naciones Unidas en el 2005.
El presidente de la Asamblea en esa época, Miguel D’Escoto Brockmann, observó que esto parecía un “colonialismo redecorado”, y que muy bien podía llamarse también “el derecho a intervenir”, algo que no impidió que la moción fuese aprobada con el voto de 92 países miembros, incluidos Brasil, India y Sudáfrica.
En esos días, el mundo asistía -vía reportes en directo por satélite o a través de internet- a los efectos de la guerra por el cambio de régimen en Iraq, en el 2003, con infraestructuras destruidas y civiles con necesidad de ayuda humanitaria. Y solo habían pasado siete años desde que la embajadora estadounidense ante ese mismo foro, Madeleine Albright, había reconocido que las sanciones económicas a ese país ocasionaron la muerte de medio millón de niños.
Cifras tan espeluznantes como esta -de las que se podrían dar cuenta no solo en Oriente Medio sino en los Balcanes, en África y muchas otras zonas en conflicto- han sido la base para que líderes nacionalistas, en un buen número de izquierda, critiquen el intervencionismo de las grandes potencias occidentales. “No al intervencionismo norteamericano”, era una especie de mantra del fallecido Hugo Chávez, en sus programas ‘Aló Presidente’, un discurso constantemente repetido por su delfín, Nicolás Maduro, en un momento donde los hilos que lo mantienen amarrado al poder se debilitan con el transcurrir de los días.
Si el hecho de intervenir en asuntos de un país que no es el propio tiene origen en las buenas intenciones, los archivos noticiosos muestran que no es cuestión de ideología ni ha sido algo exclusivo de los más poderosos líderes mundiales o de los organismos multilaterales. El mismo Chávez ordenó a su ministra de Información, en el 2009, trabajar una campaña para que el “mensaje bolivariano” llegue al pueblo colombiano, lo cual terminó en una queja desde la Casa de Nariño ante la OEA.
Y al rebuscar un poco más en la historia de los últimos 60 años, aparecen los registros de las intervenciones militares del castrismo cubano en países tan lejanos como Argelia, Siria, Congo, Angola y Etiopía.
Y volviendo al presente, mientras Maduro anuncia que recolectará firmas contra “quienes amenazan a Venezuela con una intervención militar gringa” para enviarlas a la Casa Blanca, el secretario de Estado de EE.UU., Mike Pompeo, acusó el pasado lunes a los gobiernos de Cuba y Rusia de intervencionismo por apoyar al gobernante chavista: La Habana asesorándolo políticamente y Moscú manteniendo sus compras de petróleo.
Pensar en el individuo más que en el Estado
El fallecido George H.W. Bush dijo a inicios de los noventa que buscaba un nuevo orden mundial, donde “el gobierno de la ley reemplazara a la ley de la selva”. En el 2003, cuando el exministro británico Tony Blair expresó su “tristeza, arrepentimiento y disculpa”, por la violencia sectaria que se desencadenó en Iraq a causa de la guerra en la que su país acompañó a Washington, pero finalizó su discurso argumentando que lo decidió “porque pensaba que estaba bien” liberar a ese país del “diabólico” Saddam Hussein.
El exministro español de Exteriores Javier Solana, que fue secretario general de la OTAN entre 1995 y 1999, escribió en septiembre pasado que lamentablemente las intervenciones extranjeras han centrado esfuerzos en consideraciones políticas y militares más que en razones humanitarias.
En los papeles, esa era una responsabilidad para quienes por decisión del Consejo de Seguridad de la ONU autorizaran ejercer el R2P, pero tal cosa raramente se ha cumplido. Y en las intervenciones autorizadas en Libia y Costa de Marfil -ambas en el 2011- las cosas nunca llegaron más allá del objetivo cumplido de cambiar el gobierno.
Pero Solana también plantea una disyuntiva: ¿estamos obligados a escoger entre los excesos intervencionistas como los de Iraq, Libia o Siria, y la inacción que permitió el genocidio en Ruanda (1994) y la masacre en Srebrenica (1995)?
El libro ‘International Law and New Wars (Ley International y Nuevas Guerras)’, escrito por Christine Chinkin y Mary Kaldor, de la School of Economics and Political Science de Londres, plantea un modelo de seguridad donde prime la protección al individuo más que al Estado evitando, eso sí, caer en el paternalismo. Enfocarse en un todo más que en episodios aislados.
En el 2005, Brockmann argumentó que la violencia es el resultado de una grotesca inequidad, y que las bombas externas no son la solución.
Y mientras Donald Trump se mueve sinuosamente entre un menor intervencionismo de su país y la posibilidad de una acción militar en Venezuela, varios pensadores estadounidenses, como el diplomático Christopher R. Hill, reconocen que a Estados Unidos le hace falta replantear la forma en que se vuelve actor en asuntos de otras naciones, comprendiendo de forma más holística lo que ocurre afuera y actuar, siempre respetando los valores democráticos.
Pero los dramáticos resultados desde el punto de vista humanitario siguen siendo noticia todos los días en los lugares donde ya ha existido algún tipo de intervención internacional.
Mientras tanto, nuevos grandes poderes como China ya se plantean, según apunta un análisis de la revista electrónica Stratfor Worldview, el dilema de emerger como actor intervencionista en la escena global, algo que Pekín debe hacer si quiere preservar sus intereses económicos más allá de sus fronteras y a la vez estar muy atento, por ejemplo, frente a las amenazas del terrorismo.
El impulso de intentar arreglar problemas en un país distinto al propio no conoce de ideologías ni de grados de poder dentro de la geopolítica. Lo que le queda por juzgar a la historia es quiénes han ganado y perdido con los resultados.