Hasta junio de este 2019, la película ‘Retablo’ ya había conseguido 60 premios internacionales, entre ellos un Oso por Ópera Prima en la Berlinale.
Cuando en América Latina pensamos sobre una película con un drama Glbti, muchas de las veces tendemos a imaginar una historia en la que aparece un drag queen, una persona trans o tal vez un joven con conflictos a causa de los prejuicios en contra de su orientación sexual. Pero cuando el espectador se enfrenta a la historia de Noé y su padre, lo único que encuentra es una oportunidad para ampliar la mirada y pensar cómo pueden llegar a afectar los tabúes en torno a la homosexualidad.
‘Retablo’ es una ópera prima como muy pocas en la historia del cine latinoamericano. El peruano Álvaro Delgado Aparicio no solo pone a sus actores a trabajar en torno a un tema conflictivo entre los miembros de las comunidades andinas y las sociedades tradicionales que todavía persisten.
Es también un trabajo complejo en cuanto utiliza el quechua como la lengua para crear intensas emociones (un idioma que el director no dominaba) y, al mismo tiempo, hace un uso exquisito de los paisajes andinos para transportar al espectador al centro visual de una particular historia.
Todo ello a través de un trabajo artesanal que requiere de extremo cuidado, como lo es el retablo ayacuchano, una expresión artística reconocida este año como Patrimonio Cultural del Perú y que es una muestra de su sincretismo.
El camino para crear esta pieza no ha sido fácil y, de hecho, en eso también radica parte de la belleza del filme. La idea apareció en la mente de Delgado Aparicio en medio de sus estudios de posgrado en Psicología Organizacional en el Reino Unido y mientras tomaba unas clases de cine.
Entre esas escenas mentales primigenias y su estreno oficial en el Festival de Cine de Lima 2017 pasaron cerca de nueve años en los que no solo realizó una introspección profunda en la crisis emocional que puede causar el descubrimiento del hecho de ser homosexual, sino que fue un tiempo para que el director enfrentase el reto de abordar la realidad de las comunidades rurales andinas y la complejidad de su tejido social.
Si bien el tema de la homosexualidad es el centro alrededor del cual gira esta historia, esta no puede reducirse al descubrimiento que hace un hijo de las prácticas de su padre. La problemática, más bien, se encuentra atada al elemento que da nombre a la película.
Al igual que en los retablos ayacuchanos, que consisten en una suerte de cajas cuyo interior se decora con figuras de personajes o de elementos de una familia o pueblo, la cinta devela al espectador los diversos componentes de la sociedad andina peruana. En ese sentido, en la película se puede ver al artesano, a la familia con dinero, al amante, a los niños con sus juegos, a los oficios del día a día, a los problemas familiares y a quienes optan por estar en el anonimato. Son todas esas personas que construyen la vida peruana y que se encuentran en los distintos niveles que forman parte de este retablo cinematográfico.
Una de las cuestiones que también salen a flote en esta producción es la complejidad que puede llegar a tener el abordaje de la homosexualidad en contextos tradicionalistas. Y quien mejor resalta ese punto es Anatolia, personaje interpretado por la peruana Magaly Solier.
Ella, a pesar de no ser la protagonista, logra construir a una mujer que se enfrenta a un doble desafío. Por una parte, deberá decidir si lo suyo es continuar con un matrimonio acechado por la violencia que genera el rechazo a la homosexualidad. Del otro lado, esta realidad la pone frente a su instinto maternal respecto del apoyo de su hijo a su padre.
En una entrevista para El Comercio de Perú, Solier comenta que: “Junto al director la convertimos en una mujer imperfecta. Es muy inteligente. Educa a su hijo con mucho amor, quiere a su esposo. Pero también es una mujer que está dentro de casa, no se da cuenta de lo que pasa. Hasta que lo hace y tiene que tomar decisiones. No quiero contar más, tienen que ver esta película que me ha enamorado, porque nos llama a la tolerancia y a la reflexión”.
Otra de las cuestiones que Solier pone en escena es la complejidad de abordar la cuestión homosexual. En la misma entrevista, ella dice: “Al inicio, cuando leí el guion, me pareció un mundo sobre el que es muy difícil de hablar, de pensar. Eso debido a la educación que me dieron mis padres campesinos. Hablar de esto con ellos es complicado. Ya después fui viajando a otros países y conociendo otras realidades. Luego, releyendo el guion, me di cuenta que era importante que la gente abriera su mentalidad. Lo primero que hice fue contarle a mi mamá: “voy a hacer una película así…”. Me dijo: “¡Ah, mira. Qué bien!”. Pero mi madre, en verdad, no entendía bien de qué le estaba hablando”.
Tal como lo expone Solier, esta película abre un camino para hablar sobre esas realidades latentes en las comunidades andinas pero que, por miedo a las represalias y a las críticas, se mantienen ocultas, aún cuando son parte de la cotidianidad de gente de carne y hueso de estos pueblos.