Gustavo Terán Zurita, a los 45 años, tomó la decisión más valiente de su vida: donar el riñón a su hermano Javier, que tenía 27 años y padecía de insuficiencia renal crónica. Lo hizo hace un año y siete meses. “No lo pensé, dije sí de una. Lloré dos días seguidos, pero entendí que era lo mejor para la familia”. Tampoco le consultó a su esposa, Piedad Rondal.En esta decisión también influyó que no tiene hijos y la relación que tienen con Javier es como la de un padre y un hijo, pues tienen 18 años de diferencia.
La enfermedad le obligó a Javier a dejar su empleo en una agencia de diseño gráfico, durante seis meses se sometió a hemodiálisis, pero esto no lo alivió.
El color de su piel se tornó amarillenta, su cuerpo se hinchó, se agitaba al mínimo esfuerzo y empezó a perder la vista. La única salida era el trasplante de riñón.
Gustavo pensó que no debía permitir que pasen años hasta que aparezca un donante, así que fue el primer voluntario.
Después de tres meses de exámenes médicos, el 4 de marzo del 2009, a las 08:00, ingresaron los dos hermanos al quirófano. Gustavo estuvo siete horas y Javier 12. Se volvieron a ver al siguiente día.
Aún convaleciente, Gustavo visitó a Javier en su habitación. “¿Qué fue hijo, cómo sigues?” Javier, aún somnoliento, respondió “gracias”, recuerdan entre risas.
La recuperación de Gustavo fue lenta, tres meses guardó absoluto reposo y no ha tenido molestias. Ahora tiene más cuidado con la alimentación, nada de grasas, ni de alcohol. Lo más duro que debe afrontar es cambiar de trabajo. Él se dedica a realizar trabajos de construcción y, según el médico, el cemento y otros materiales a los que se expone pueden afectarle. Ahora tiene menos defensas. Entre las alternativas está abrir un negocio de venta de humitas y tamales. Gustavo no se arrepiente. “Lo volvería a hacer, para ver a mi hermano con vida y salud”.
En Chordeleg, Azuay, la familia López Sánchez también vivió esta experiencia con José, un niño de 8 años, quien donó su médula ósea a su hermana Paola, de 19. El principal temor antes de que se concretara la operación fue que el pequeño falleciera. Su madre, Susana Sánchez, recuerda que el médico tratante de la leucemia que padecía Paola, desde los 13 años, les indicó que su estado era grave y requería un trasplante.
Con voz entrecortada, señala que Paola le decía que no sufriera si ella llegara a morir, si eso ocurría quería que donaran sus órganos.
Su esposo Ramiro mantiene grabadas en su mente las frases de amigos, familiares y profesores que les decían que no se arriesgaran a perder a sus dos hijos.
Este miedo hizo que la decisión se alargara por seis meses, hasta que una mañana a Paola no le respondían sus piernas. Ese día se decidieron por el trasplante y José era el más compatible.
José tenía 7 años cuando donó su médula. El pequeño recuerda que le decían que será un héroe, como en los dibujos animados.
Para este pequeño que aún no tiene claro qué es ser un donante, recuerda que su hermana estaba enferma, caminaba despacito y le decía que él es un ángel que le va salvar. “Quería que mi ñaña se cure y esté bien”.
Los esposos recuerdan que solo cuando concluyó la intervención vencieron el miedo de lo que representa un trasplante. Esperaron siete días para que Paola reciba la medula ósea. Ahora, ella estudia Administración de Empresas en la Universidad del Azuay y José está en cuarto de básica y no tiene ningún problema de salud.