El muyuyo crece en los cerros del bosque seco, en la zona costera de Guayas. Foto: Mario Faustos/ EL COMERCIO.
Cuando su padre armó por primera vez unos muebles de muyuyo, él lo acompañó a buscar el material. No caminaron mucho; era 1980 y el arbusto reseco crecía en abundancia cerca de su casa, en el recinto El Arenal, del cantón General Villamil-Playas, en Guayas.
“Caminamos un kilómetro más adelante de Data de Villamil. Ahí estaba la montaña, rodeada de muyuyo”, recuerda Justino Crespín, heredero de don Bonifacio, a quien por el trabajo de sus manos le dieron el título de ‘Rey del Muyuyo’.
En ese tiempo, Justino era un adolescente. Hace poco más de un año -desde que su padre falleció- se hizo cargo del taller donde elaboraban muebles y toda clase de adornos. Es un patio cubierto de aserrín junto a su casa, en el km 6,5 de la vía a Data de Posorja, al pie del mar.
De la arena brotan las matas frondosas que ambos sembraron hace años. Las conservan para mostrar a los curiosos visitantes de dónde obtienen la base para sus artesanías.
El matorral recubre las profundas montañas del bosque seco de la Costa, como el cerro El Muerto, una elevación rocosa con forma de hombre acostado, que se divisa desde el patio posterior de los Crespín.
El muyuyo (Cordia lutea) mide hasta 6 metros de altura. Su fuste es deforme, ramificado, cargado con abundantes ramas. Con las primeras lluvias del invierno ha empezado a llenarse de flores amarillas, en forma de campana.
De las ramas verduzcas cuelgan unas bayas redondas, de pulpa translúcida y pegajosa. “El fruto es mejor que la goma -recuerda doña Apolonia, madre de Justino-, los antiguos la usaban como brillantina para el pelo. Antes no tenía tantos usos. Con el tronco solo armaban cercos para los chivos”.
La tala para sembríos, camaroneras y construcciones turísticas ha hecho que cada vez sea más difícil encontrarlo cerca de la playa. Los Crespín han identificado remanentes en las comunas Bajada de Chanduy, Engunga y Tugaduaja, en la península de Santa Elena; y en la parroquia Juan Gómez Rendón (Progreso), del Guayaquil rural, donde vive Carlos Pezo.
Él es uno de los custodios del arbusto. A sus 85 años mantiene la fortaleza del muyuyo, por el que sigue viajando en burro a la montaña. El paisaje aparentemente marchito cobra vida con el canto de tilingos, tortolitas y cucuves, aves típicas de este ecosistema. Los ceibos ya reverdecen y los guayacanes se llenan de flores.
En estos senderos, don Carlos recolecta las varas frescas de muyuyo y el bejuco de montaña. “Solo corto cuando me piden, para no dañar el bosque. En el camino dejamos las estacas clavadas en la tierra, para que crezcan con las lluvias”.
En un día de trabajo puede sacar hasta 180 varas. Cada una la vende en USD 0,30 a Justino Crespín y a José Lázaro, los únicos artesanos de General Villamil que mantienen la tradición de moldear el muyuyo.
En el taller de los Crespín, el material se seca al sol por cinco meses. Solo estará listo cuando se torne café y tan sólido que sea impenetrable a la polilla.
En las manos de Justino, las ramas se convierten en rústicas mesas, timones y anclas para decoración, adornos de camarones, picudos y cangrejos, incluso han dado forma a la patrimonial balsa huancavilca.
Ese pueblo dominó estas tierras (500 a.C.-1 500 d.C.), un pueblo de navegantes y pescadores cuyo legado sobrevive al pie del mar de Playas. El padre de los Crespín fue pescador y dejó las redes cuando descubrió las bondades del