Globalización, la nueva paradoja

Diana Morán posa en una terraza del centro de Guayaquil, con la iglesia La Victoria de fondo. Ella dicta clase de microeconomía en la Universidad de Guayaquil.

Diana Morán posa en una terraza del centro de Guayaquil, con la iglesia La Victoria de fondo. Ella dicta clase de microeconomía en la Universidad de Guayaquil.

Diana Morán posa en una terraza del centro de Guayaquil, con la iglesia La Victoria de fondo. Ella dicta clase de microeconomía en la Universidad de Guayaquil. Foto: Mario Faustos / EL COMERCIO

La relación entre desi­gualdad económica y apertura comercial en el país está entre los intereses de estudio de la investigadora Diana Morán. Ella analiza la crisis de la globalización, a la que la pandemia le ha asestado un nuevo golpe.
¿De qué hablamos cuando nos referimos a la globa­lización?

La sola definición ha dado pie a intensos debates académicos, con diversas posturas y enfoques, pero desde mi perspectiva la globalización puede ser entendida como un proceso integrador a escala supranacional, que no conoce de fronteras. Tiene como fin la eliminación de barreras comerciales y de barreras a los capitales financieros para la consolidación de un mercado global.

¿Cuándo vivimos la época dorada de este proceso?

La época de oro más intensa se vivió desde los años 80 hasta la crisis del 2008, cuando se intensificó el intercambio de productos a escala global y mayores flujos migratorios, pero que también se caracterizó por un mayor movimiento de flujos financieros a escala global. La aparición de Internet y los avances en telecomunicaciones facilitaron esa edad de oro.

La crisis económica del 2008, los nacionalismos, la salida del Reino Unido de la Unión Europea disminuyeron el índice de apertura comercial mundial. ¿El proceso de la globalización económica ya se había puesto en entredicho antes de la pandemia?

La crisis del 2008 puede ser vista como un punto de inflexión o de ruptura, porque la retórica a nivel mundial era que los mercados funcionaban de forma eficiente. En ese sentido, el proceso globalizador obtuvo un impulso adicional; porque si el mercado funciona de forma eficiente, lo lógico era eliminar las barreras de un mercado global. La crisis del 2008 se inició en Estados Unidos, pero era tan grande la interdependencia de los mercados financieros de los países desarrollados, que se expandió de forma vertiginosa, precisamente como una suerte de contagio global. Eso señaló las debilidades de los cimientos de la globalización financiera: no se podía confiar solo en el libre juego de los mercados y en la premisa de que el Estado debía marginarse, debilitarse, hacerse a un lado en pro de la actividad del mercado. Y, a partir de allí, se empieza a cambiar la retórica, con una postura de resguardo y regulación por parte de los gobiernos. Se cuestiona más el proceso globalizador y se empieza a ­ponerle un freno.

¿La pandemia del coronavirus confirma que el proceso globalizador no es imparable ni imbatible, como muchos llegamos a creer?

Creo que nos vino a confirmar sus vulnerabilidades. Ahora, no creo que la globalización pueda ser cien por ciento reversible, pero tampoco es tan omnipotente e irrefrenable como pudimos pensar.

En Latinoamérica se presentó resistencia social en los 80 y 90 a la globalización, por el menoscabo de empleos e industrias locales. ¿No es paradójico que ese sentimiento resurja en los últimos años incluso en países desarrollados?

El descontento se presentó por la deslocalización de la producción. Las fábricas manufactureras que producían camisetas, por ejemplo, empezaron a migrar su producción a países que tenían un costo de mano de obra mucho más bajo, amparadas en la eliminación de barreras de este proceso global. Eso genera malestar, incomodidades y es el gran argumento que amparó al ascenso de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, porque muchas de las actividades industriales que se desarrollaban se empiezan a deslocalizar, a moverse a países asiáticos con la pérdida de empleos que ello supone en este caso para los estadounidenses.

Las empresas europeas están regresando a sus países de origen.¿La pandemia puede revertir un tanto ese proceso del que habla?

Lo contrario a la deslocalización es la relocalización de la producción, en el que las industrias retornan a sus países de origen. Es un proceso que toma más fortaleza en Europa, que empieza a traer sus fábricas de Asia. Se trata de una estrategia de mediano y largo plazos; no va a ser de inmediato, porque requiere de cadenas locales o regionales de valor. Es decir, propiciar la concentración en un mismo espacio geográfico de empresas e industrias que se complementen. En EE.UU., este proceso de relocalización de las industrias en el país se ha quedado más en un discurso nacionalista que da réditos políticos.

El covid-19 minó un estilo de vida. ¿Qué decir entonces de la relación del tema con el sistema económico?

El capitalismo global requiere por un lado del crecimiento de la producción, la obtención de beneficios y de la contraparte que es el consumo. La pandemia pone en jaque a todo ese sistema, y actúa como una suerte de cable a tierra que nos está recordando lo frágiles que somos. Creo que es un llamado de atención de la naturaleza, nos incita a reflexionar sobre un sistema económico de intensificación de la producción y del consumo que está generando impactos a escala medioambiental, lo que de alguna forma también posibilita el desarrollo de estas enfermedades zoonóticas.

El capitalismo global disipa también cada vez más los límites entre las actividades del hombre y de especies de las que no deberíamos estar tan cerca. ¿Cuál es el camino?

El consenso científico es que esta cercanía puede facilitar en el futuro la transmisión de nuevas y virulentas enfermedades entre especies. La necesidad imperiosa de consumo nos lleva a ello. Las formas de producción y nuestros patrones de consumo no deberían ser los mismos en la pospandemia. Paradójicamente, la idea del regreso a una nueva normalidad está fundamentada en esas mismas lógicas. Se está apuntando a promover una política que nos ponga a crecer económicamente, pero lo que debe entrar en debate es el cómo se va a crecer. Y no estamos dando ese viraje. De alguna forma, esa nueva normalidad es igual a la anterior, pero con mascarilla. No hay un replanteamiento de estructura y tampoco veo un cuestionamiento serio sobre lo que nos llevó a esta situación mundial.

¿Qué implica esto de lo que se habla ahora, la desglobalización?

La idea surge a partir de la inobservancia de los supuestos beneficios globales para todos, que iba a acarrear este proceso globalizador, de las profundas desigualdades que implica y de la vulnerabilidad del sistema económico mundial frente al rápido contagio de las crisis financieras. Pero también se ha evidenciado una subordinación de la soberanía nacional frente a un poder económico transnacional. Todos estos elementos están apuntalando la idea de una suerte de des­globalización como una alternativa. Desde mi perspectiva, no creo que nos podamos desglobalizar, la interconexión es tan avanzada que
creo que no se puede revertir totalmente. Lo que debiéramos hacer es reconsiderar los términos actuales de esa inter­­nacio­nalización.

El economista turco Dani Rodrik ganó este año el premio Princesa de Asturias, por cuestionar los efectos de la globalización en las soberanías nacionales. ¿El proceso globalizador anula parte de la capacidad de gobernanza nacional de los Estados?

Hay una convergencia en cuanto a lo que señala Rodrik, con (el premio Nobel Joseph) Stiglitz y el filosofo Noam Chomsky, sobre el hecho de que se ha minado la soberanía. Rodrik lo plantea en términos de un ‘trilema’, en una punta está la globalización, en la otra la soberanía de los Estados nación y en el otro extremo está la democracia. Y plantea que la globalización solo es posible en una combinación de dos de esos elementos del ‘trilema’, no se pueden alcanzar los tres, solo se pueden lograr dos objetivos en menoscabo del tercero. Es decir, tenemos que elegir entre la soberanía del Estado o la democracia. Y mayormente lo que existe es un menoscabo de la soberanía, por los mecanismos que utilizamos para integrarnos. Los tratados bilaterales, los acuerdos y tratados de libre comercio incluyen cláusulas donde se subordinan los intereses nacionales a los intereses de los poderes transnacionales.

¿Y qué pasa con la democracia en ese dilema globalizador?

Vemos a menudo un menoscabo de la calidad de la democracia en beneficio de los grupos favorecidos por la globalización, con un deterioro del bienestar de los ciudadanos. Además, se presenta un debilitamiento de lo que se conoce como Estado de bienestar. Con el covid-19 ha sido más que necesaria la intervención de los estados no solo como reguladores sino también como benefactores. Son los estados y no el mercado los que se han puesto en primera línea de acción para evitar que sigan agravándose las consecuencias del avance de la enfermedad.

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