Todas las sociedades requieren de momentos transgresores de la vida cotidiana para reafirmar tradiciones y memorias; esto es, lapsos de fiesta para fortalecer su identidad, su cohesión social y sus creencias.
Son actos de celebración o de conmemoración de fenómenos históricos y culturales que encarnan efervescencias colectivas. Alrededor de ellas, Roberto Da Matta, antropólogo brasileño, sostiene que es posible solo cuando se construye el ritual del consenso.
Ecuador es el único país de América Latina que no ha logrado construir un ritual del consenso a nivel nacional, lo cual ha impedido que tenga una fiesta como la tienen Chile, México, Argentina, Colombia y todos los países de la región. Somos, desgraciadamente, la excepción. ¿No sería bueno construir una fiesta nacional consensuada?
Por el contrario, en el país abundan las fiestas locales, referidas, por ejemplo, a sus procesos de independencia (Cuenca, Portoviejo), de cantonización (salinas, Quijos) o culturales (Ambato).
El caso de Quito es muy distinto, por que se fue por el sentido inverso: la fundación española, hecho ocurrido en la década de los años sesenta del siglo pasado, cuando el diario Últimas Noticias y las élites quiteñas construyeron un consenso alrededor de dos ideas: la del origen de la ciudad venida del imaginario de la españolidad y la necesaria incorporación de la población de los barrios al disfrute y goce de la celebración.
La hispanidad fue el leitmotiv, originado en su fundación española (6 de diciembre de 1534), en el carácter “colonial” de su Centro Histórico y en las corridas de toros que llegaron de España, porque en el invierno en la península ibérica no se podían hacer corridas. Por eso abrió el mercado latinoamericano.
Toda efervescencia colectiva es una construcción histórica, que tiene continuas mutaciones. Las fiestas de Quito nacieron por iniciativa de la sociedad civil en el espacio público, cuando Quito tenía el 10% de la población actual. Pero pronto la fiesta mutó, debido a que fue cooptada por el municipio, que la hizo propia, politizándola.
La municipalización de las fiestas cambió su tónica original, de ser un ritual anclado a los barrios de la ciudad. Además al barrio se lo concibió para la tarima, que con el tiempo se hizo ambulante (la chiva). La iglesia se incorporó con el tedeum (himno de celebración), los toros (Feria Jesús del Gran Poder) y los conventos.
El éxito de la fiesta produjo el tránsito del mundo público al privado de los negocios, mercantilizándose (hoteles, clubes, restaurantes, discotecas). El sentido de la serenata en los balcones del Centro Histórico dio paso al concierto masivo.
El consenso se mantuvo; pero empezó a resquebrajarse por la vía política, que terminó por subvertir las fiestas. En la alcaldía de Augusto Barrera (2009-2014) la ciudad perdió autonomía y entró en la dinámica de confrontación propia de la política nacional, lo cual provocó un duro golpe cultural a la ciudad.
Se construyó un relato y un discurso estigmatizador de las fiestas, anclado en un sentido dicotómico de lo político, entre el oficialismo y la oposición; de lo geográfico, entre el norte y el sur; de lo social, entre las élites y lo popular y de lo cultural de la hispanidad, entre la fundación y la resistencia.
En esta perspectiva, la fiesta de los toros resultó ser el punto nodal de la lógica binaria, dado que allí se recluyó uno de los polos de la ecuación: la oposición política, las élites sociales, el norte aristocrático y el sentido de la españolidad.
Fue a través del llamado a una consulta popular que se puso fin a las corridas de toros y con ello a la identidad de un sector de la sociedad local con las fiestas; creándose un vacío simbólico muy fuerte, como también pérdidas económicas (dicen 35 millones de dólares) y la inserción internacional.
Adicionalmente, se deben añadir otros fenómenos históricos cambiantes, que rompen con los “valores” y las “tradiciones” de la fiesta. Allí, por ejemplo: las lógicas de defensa de la naturaleza, propias de las corrientes animalistas que han ganado terreno, afectando a las corridas de toros.
Revertir su prohibición requeriría de otra consulta popular, siendo poco probable que se logre por la conciencia ambiental existente. Lo mismo habría que decir respecto de las reivindicaciones de género, que reposicionan el sentido del reinado de Quito, otra de las actividades icónicas de la fiesta.
En esa perspectiva, en el año 2019 el municipio dejó de organizar este torneo, pasando la responsabilidad a la sociedad civil representada por la Fundación Reina de Quito. Y también se debe resaltar el surgimiento de los movimientos descolonizadores, que intentaron modificar el himno de la ciudad Quito y establecieron el 1 de diciembre como el día de la interculturalidad, en homenaje a la resistencia de Rumiñahui.
Como resultado de este proceso, Quito vive un vacío cultural expresado en la decadencia de las fiestas de la capital y en que el ritual del consenso se ha diluido, por la manipulación política de las identidades y por las lógicas del propio devenir histórico.
La alcaldía de Mauricio Rodas intentó superar la crisis de la fiesta bajo una concepción sustentada en conciertos (Quitonía), modificando, por un lado, la espacialidad de la fiesta con el tránsito de las avenidas Amazonas en el norte y la Rodrigo de Chávez en el sur, al parque La Carolina y la plaza Quitumbe y, por otro lado, la población deja de ser la actora directa de la fiesta para convertirse en observadora de un espectáculo.
El pregón es el primer concierto de la temporada. En 2014 el fondo fue de 4,4 millones de dólares, que sirvieron para traer al cantante Sting con magros resultados. Posteriormente se redujo el fondo y el perfil de los concertistas, pero no la concepción; con lo cual la medicina resultó peor que la enfermedad.
Con Jorge Yunda y en épocas pandémicas, la fiesta estuvo prácticamente ausente, por el temor al contagio del covid 19. Ahora, con el alcalde Santiago Guarderas, han tenido un tímido intento por volver. Igual que en época de Rodas, el presupuesto ha sido significativo (USD 1,5 millones municipales), pero desgraciadamente siguió la misma dinámica: conciertos, que es lo más fácil.
Sin embargo, la nota fue el desborde y la violencia, tanto que las redes sociales la calificaron como la Sodoma y Gomorra.
Frente a esta decadencia dolorosa hay la necesidad de refundar las fiestas de Quito. Eso supone recuperar su sentido histórico y cultural, dejando de lado las prácticas de la manipulación política; es decir, recuperar el sentido del consenso y no del conflicto. Que la fiesta sea de base ciudadana y no municipal; esto es, que vuelvan a la sociedad para reafirmar su esencia y memoria, siendo lo barrial y el espacio público lo central.
El consenso debe partir con la convocatoria a un gran encuentro de historiadores, antropólogos, sociólogos, economistas, comunicadores, vecinos y empresarios con la finalidad de debatir y reflexionar una propuesta del ritual colectivo del consenso, que construya prácticas sociales con valor simbólico (identidad) y simbiótico (integración), para fortalecer la comunidad quiteña.