Otra de las lecciones del sismo del 16 abril pasado es que descubrió la fragilidad de las ciudades ecuatorianas. No solo de las que tuvieron incidencia directa del fenómeno, sino también de otras más lejanas y más grandes.
El terremoto de 7.8 y sus dos réplicas de 6.8 grados Richter desnudaron varios males urbanos en Pedernales, Manta, Portoviejo y Bahía de Caráquez: la inequidad, la informalidad, la inseguridad, la construcción empírica…
Con excepción de Bahía, en donde se dañaron varios edificios de reciente data, en las otras urbes casi todos los inmuebles colapsados y con fallas estructurales fueron los mal construidos, los antiguos, los informales.
A los levantados según las normas vigentes o que tuvieron el asesoramiento profesional no les pasó mucho. En Manta, por ejemplo, los rascacielos levantados sobre el acantilado “ni se despeinaron”.
La pauperización y tugurización de los entornos por la excesiva migración, la falta de empleo, el difícil acceso al crédito y otras causas contribuyeron a ampliar los efectos del sismo en urbes ya de por sí castigadas por la sobrepoblación, la falta de buenos servicios públicos, la escasa inversión privada en bienes de servicio…
Tanto la Zona Cero , en Portoviejo, como Tarqui, en Manta, eran reductos de las clases medias y pobres. Y aunque eran barrios consolidados, los servicios y el mantenimiento urbano eran deficitarios. Y se agravaron por causa de las continuas lluvias de meses anteriores, no desfogadas de buena forma. Esto hizo que, en el momento del suceso, los suelos sufrieran licuefacción.
El sismo sirvió, entonces, para desnudar una realidad que no solo es de nuestras urbes, sino de los países emergentes: el modelo de urbanización actual es insostenible. Y es urgente su cambio radical.