La campaña de Donald Trump tomó el eslogan de Ronald Reagan para retrotraer al votante al país blanco de los 50. Foto: Agencias
Hace ocho años, cuando Barack Obama se encaminaba a la Casa Blanca, un reportero de la televisión argentina se dejó seducir por la emoción que generaba la llegada del primer afroamericano a la Presidencia de los Estados Unidos.
“Espero no tener que arrepentirme de esto”, dijo. En un país en crisis, Obama representaba un cambio que tuvo en el “Yes We Can” (“Sí podemos”) el punto más alto de su campaña electoral. Era la suma de todo lo que podía ofrecer: era con todos o no era posible.
En principio, Obama no confiaba en ese lema de campaña. Le parecía demasiado cursi. Quien lo empujó fue su esposa -tratándose de Michelle Obama, ¿se podrá decir que lo obligó?-.
Y fue todo un acierto. Su ya emblemática oratoria para aquel entonces, las repeticiones de la frase antes y al final de cada postulado, con el ritmo y las entonaciones que todo buen orador maneja, evocaban a Martin Luther King Jr. y su inmortal “Yo tengo un sueño” pronunciado en el Lincoln Memorial de Washington DC.
Músicos y actores, celebridades, aparecieron en un video para recrear ese discurso con funk y soul. Las voces de los artistas se yuxtaponían con el discurso de Obama. Es una de las piezas más brillantes de la propaganda política, más allá incluso de que él también fuera el primer candidato de las redes sociales.
Pero sobre todo fue el discurso de la inclusión, del credo de los padres fundadores que fue susurrado por los esclavos, los migrantes, los trabajadores, en el país de las oportunidades. Con algo de exageración, se puede decir que hacía sentir el valor mismo de la democracia como lo hizo Walt Whitman, el poeta esencialmente norteamericano. Sí, era un anhelo de cambio y Obama lo encarnaba.
El “Yes We Can” fue, como casi siempre ocurre con todo lema, efímero. El mismo Obama, en las bromas que los presidentes se hacen en la cena con los corresponsales, dijo que en el difícil 2013 debía cambiarlo a “Ctrl+Alt+Delete”. Pero para las elecciones del 2012, debió recurrir a “Forward!” (“¡Adelante!”).
Los eslóganes de campaña presidencial han sido vitales en la historia electoral estadounidense. Algunos son verdaderamente sorprendentes. Los de Abraham Lincoln, por ejemplo. Para la campaña de 1860, era “Vote Yourself a Farm” (“Vote usted mismo una granja”); para el segundo período (1864), cuando cursaba la Guerra Civil: “Don’t trade horses in midstream” (“No intercambie caballos en medio de la corriente”). Para la de 1916, el de Woodrow Wilson era: “War in the East, Peace in the West. Thank God for Woodrow Wilson” (“Guerra en el este, paz en el oeste. Gracias a Dios por Woodrow Wilson”).
Si Hillary Clinton tuvo el “Stronger Together” (“Más fuertes juntos”), Trump apeló al “Make America Big Again!” (“Hacer a América otra vez grande”). Y fue el que tuvo mayor impacto. Nada original, pero al fin de cuentas pegajoso, fácil de repetir. Copió el que ya había usado Ronald Reagan: “Let’s Make America Great Again!” (“Hagamos a América grandiosa otra vez”). Pero hay una diferencia sutil: el de Reagan sugería inclusión; el de Trump es impersonal.
El tema es que el “otra vez” de Trump, según el sociólogo ecuatoriano Carlos de la Torre (radicado en EE.UU.), remite a la América de los años 50, de la América blanca, sin negros y sin latinos, de mujeres siempre bien maquilladas y con faldas de pliegues, siempre impecables en las labores de hogar, una imagen ‘vintage’.
Eso del retorno, sin embargo, aparece como una paradoja de la esencia estadounidense. A diferencia de ellos, los latinoamericanos tenemos arraigada una tradición que nos hace siempre volver la mirada. “Los indios son el hueso de México, su realidad primera y última”, escribió Octavio Paz en ‘El laberinto de la soledad’, y se lo puede hacer extensivo a toda América desde México hasta lo que fue el alto Perú y Paraguay.
En Estados Unidos ocurre algo distinto: su tradición es el futuro. Los términos porvenir y prosperidad son fundamentales en la fundación misma de la sociedad y de su política desde tiempos coloniales. Con el exterminio o la reclusión de los habitantes originarios, Estados Unidos se funda sobre un territorio sin pasado. No le queda más que creer en el futuro, en la utopía como ideal de Nación. Lo ha hecho en medio de una tensión entre otros dos términos fundacionales: libertad e igualdad y que se repitieron en estas elecciones.
Esta campaña, se ha dicho, ha sido una de las más feroces. Es posible. Quizás esa noción se incrementó porque las dos figuras han sido altamente cuestionadas. Pero siempre ha sido así. En 1864, el demócrata Stephen Grover Cleveland tuvo que soportar una intensa campaña republicana en su contra.“Ma, ma, ¿dónde está Pa?”, que se repetía constantemente en referencia a un hijo ilegítimo que tuvo. No funcionó: ganó esa y dos elecciones más.
Más allá de la teoría del péndulo entre republicanos y demócratas, es verdad que esta campaña fue dura. Se trataba, al fin de cuentas, de exponer el daño que significaría para el país que el otro llegara al Salón Oval. Y la disputa fue entre el xenófobo, machista, ignorante de Trump, contra el ‘establishment’ y, sobre todo -según una republicana cuyo nombre debo omitir- “una asociación criminal” entre Clinton y Obama, una pareja política cuyas prácticas atentaban contra los ideales de los padres fundadores.
Los republicanos agradecen a Wikileaks por las revelaciones sobre los correos electrónicos sobre Clinton. Dicen que fueron los demócratas, a los que califican de “izquierda”, los que siembran el odio porque los tachaban de xenófobos o racistas cuando cuestionaban políticas de Obama.
Del periodista no se sabe si se arrepintió. Y seguramente EE.UU. se olvidó de su tradición de futuro.