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La epopeya de la primera vacuna a través de los mares

El médico inglés Edward Jenner mostrando su primera vacunación   el 14 de mayo de 1796. Óleo sobre lienzo de Ernest Board. Foto: DEA Picture Library

El médico inglés Edward Jenner mostrando su primera vacunación el 14 de mayo de 1796. Óleo sobre lienzo de Ernest Board. Foto: DEA Picture Library

El médico inglés Edward Jenner mostrando su primera vacunación el 14 de mayo de 1796. Óleo sobre lienzo de Ernest Board. Foto: DEA Picture Library

En 1350 a. C. se produjo la primera epidemia de viruela en Egipto. El emperador Ramsés V se contó entre los miles de fallecidos por esta causa.

Varios siglos más tarde, los vendedores de esclavos y los conquistadores españoles y portugueses contaminaron a los indígenas americanos con afecciones desconocidas para ellos como la sífilis, la tuberculosis y la feroz viruela. Esta produjo la muerte de un 50% de los nativos y fue un factor preponderante para la caída de los imperios Azteca e Inca.

La epidemia diezmó a la población humana; si bien no hay registros exactos, se estima que afectó a entre 300 y 500 millones de personas solo en el siglo XX. Los que vencían al contagio, sobrevivían con secuelas permanentes: ceguera, deformaciones faciales, impotencia y cicatrices profundas.

La lucha contra este azote se remonta a los tiempos en que en China, en la India y en Turquía se utilizaba el polvo de las costras de las pústulas molidas o la pus para inocular a personas sanas con el fin de inmunizarlas. Estos procesos constituyeron la variolización; los resultados no fueron óptimos.
Fue el inglés Edward Jenner (1749-1823) quien observó que las ordeñadoras de vacas, por alguna razón extraña, no contraían la enfermedad.

Extrajo la pus de la mano de la ordeñadora Sarah Nelmes, y la inoculó al niño James Phipps, de ocho años. El pequeño desarrolló una leve enfermedad entre el séptimo y el noveno días. A los 15 días volvió a inocular al niño con pus de un paciente con viruela y el infante no enfermó. Repitió el proceso en ocho niños y el resultado fue similar. Había encontrado la inmunización a la viruela y, por provenir de las vacas, se la denominó vacuna.

En Europa, la viruela había terminado con la vida de millones de personas, entre ellas cinco monarcas. La hija del emperador español Carlos IV, María Teresa, falleció infectada, antes de cumplir los cuatro años. El acongojado Rey ordenó que se vacunara a sus súbditos europeos y expresó su anhelo de vacunar a los súbditos de América, a raíz de un feroz brote en Nueva Granada. ¿Cómo transportar la vacuna, sin refrigeración ni electricidad, a través del mar en una travesía de dos meses?

Carlos IV escogió a su médico de la corte, Francisco Javier Balmis (1753-1819, España), destacado por ser un hombre entregado a la ciencia, enérgico, gran organizador y perfeccionista, que había vivido 11 años en América, y le pidió que encontrara la solución como director del proyecto.

La genialidad de Balmis le llevó a proponer al Rey que autorizara llevar la vacuna a través de niños huérfanos a los que inocularían de brazo en brazo, cada 10 días, dos niños a la vez, por si fallaba el uno. El rey aceptó la sugerencia y auspició con mucho entusiasmo el más ambicioso proyecto sanitario de la historia de la humanidad: La gran Expedición Filantrópica de la Vacuna, o expedición Balmis.

Se seleccionaron 22 niños en las casas de caridad, en las inclusas y en orfanatorios de Madrid, de la Coruña y de Santiago. Balmis había preparado todo, con admirable rigor científico. El Rey nombró subdirector de la Expedición al joven médico catalán José Salvani Lleopart, excelente profesional, de temperamento tierno y amigable, pero aquejado por la tuberculosis.

Los niños escogidos tenían entre cuatro y nueve años y necesitaban un cuidado especial para tan largo viaje. Balmis conoció en la Inclusa de La Coruña, a su directora Isabel Zendal. Esta mujer de origen humilde mostraba una enorme entrega a los huérfanos y expósitos, a quienes brindaba el trato y los cuidados que recibían los hijos verdaderos. Sin ella y sin los niños no hubiera sido posible la Expedición.

Se acondicionó la corveta María Pita con todo detalle. Zarparon de La Coruña el 30 de noviembre de 1803 con destino a Las Canarias, luego a Puerto Rico y a Venezuela. La navegación prolongada tuvo muchas vicisitudes, los niños inquietos se mareaban y se enfermaban; Isabel, única mujer en medio de la tripulación, cuidaba su intimidad e individualidad de manera esforzada y pulcra.

En Puerto Rico no fueron bien recibidos, pues se había probado antes una vacuna inefectiva. Balmis demostró la enorme diferencia con la verdadera vacuna, llevada en las pústulas de los infantiles brazos españoles.
En Caracas la recepción fue apoteósica y con la presencia de Andrés Bello instalaron, como en cada lugar al que arribaban, una Junta de vacunación. Las juntas constituyeron la base de la sanidad pública, en las que el registro era un cuaderno para el efecto. Se enseñaba a vacunar a los médicos de la localidad y si no los había, a los sacerdotes o a los profesores.

En Caracas se dividió la expedición: Balmis e Isabel fueron al norte, a Panamá, Guatemala y México. Salvani y dos ayudantes, al sur, a Cartagena, a Bogotá, Quito y Cuenca. Llevaron niños portadores de cada localidad. Fueron muy bien recibidos en estas ciudades. Vacunaron a mucha gente. Salvani continuó hacia el sur, al Virreinato de Lima, donde numerosos indígenas repudiaron a la expedición a la que calificaron como infernal. La salud de Salvani se deterioró, perdió un ojo y falleció en Cochabamba el 21 de julio de 1810.

Balmis hizo la travesía de Acapulco a Filipinas, a Canton y a Macao, naufragó y fue salvado, llegó a la isla de Santa Elena y volvió a España. En 1806 fue nombrado Supernumerario de Cirugía de la Real Academia de Medicina. Falleció a los 65 años.

Isabel Zendal regresó a México, a Puebla, donde murió. La Organización Mundial de la Salud la declaró en 1950 Primera Enfermera en Misión Internacional. Ninguno de los niños que salieron de España regresó; tampoco falleció en los viajes. Unos fueron adoptados y otros recibieron educación formal.

La mejor definición de la odisea de la Real Expedición Filantrópica es la que hizo Edward Jenner, el inventor de la vacuna, cuando supo del regreso de Balmis a España en 1806: “No imagino que los anales de la Historia hayan aportado un ejemplo de filantropía tan noble y tan extenso como este”. La gran obra filantrópica fue un complemento ideal del esfuerzo que se hacía en la colonia por vencer a la viruela.

Cuando el 16 de julio de 1805 Salvany llegó a Quito, los niños fueron llevados a hombros por el pueblo entusiasmado. La vacuna que reclamó Eugenio de Santa Cruz y Espejo, en sus ‘Reflexiones Sobre el Contagio y Trasmisión de las Viruelas’, en 1785, había llegado y dado sustento a sus expresiones científicas que relacionaban los contagios con cuerpecillos, “atomillos vivientes” cuya variedad explica la multitud de epidemias. 79 años después Pasteur confirmaría estos conceptos y desde 1980, la viruela fue erradicada como un mal de la humanidad.

 *Miembro de Número de la Academia de Medicina.