Un bacanal. ‘El lobo de Wall Street’ se corresponde con ese concepto. La cultura del exceso construye la historia y la idea se corresponde con el lenguaje audiovisual seleccionado por el director, Martin Scorsese, quien saca lo mejor de su bagaje para plasmarlo en pantalla. Con su carga de sexo, drogas y dinero -muchísimo dinero- y un personaje enorme según se representa a Jordan Belfort, esta película resulta volátil.
Basada en las memorias que Belfort (quien realiza un cameo en la cinta) escribiera tras su paso por prisión, ‘El lobo de Wall Street’ recrea el ascenso y la inventiva, el deseo y la corrupción, el despilfarro y la caída de este corredor de bolsa que en los 90 creó un imperio mediante el fraude.
El filme es una gran fiesta de estupefacientes y lujuria, donde los vaivenes y avatares de la Bolsa de Valores neoyorquina fondean una reflexión sobre la naturaleza humana y la estructura de una sociedad que posibilita vías para el crimen. Así, los movimientos financieros de Belfort y el orden de Wall Street ceden ante una representación de las pasiones destructivas, que -como toda pasión- tiene parte de anhelo y de obsesión.
La cinta se erige como una radiografía de lo impropio y con ello apunta a desmontar toda corrección política, formalmente lo hace exhibiendo al sexo, a las drogas y al dinero como elementos vitales en un mundo corrompido; pero, finalmente, el orden se restituye con la moraleja, ese mensaje que deja toda historia de ascenso y caída de un individuo definido por la ilegalidad. Si la carne -en su expresión más mundana- ocupa miles de cuadros en el filme, así como la ‘f*** word’ lo hace con los diálogos, el drama familiar también se apunta para remarcar la lección.
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Scorsese asume puestas en escena desde la publicidad, el ‘spot’ empresarial y el infomercial, además de recurrir a lo testimonial, con lo cual consigue una disociación temporal en el relato. Leonardo DiCaprio (exteriorizando todo el peso de su personaje) se dirige al espectador como si fuese conferencista de ventas; él actúa como un predicador elogiando al dios Dinero y es también el pecador que confiesa su falta para gloriarse de ella. Los diálogos están llenos de cinismo y eso suma en un filme pensado como un continuo clímax; pero esa euforia que pulveriza cualquier rastro de humanidad en los personajes también desintegra nudos dramáticos en el ritmo de la cinta.
DiCaprio asume su personaje desde lo físico y ese es el camino en el que expresa emociones y conflictos, en una destacada actuación dentro de su currículo. Interpretación que es soportada por la regularidad del resto del elenco.
Si el filme es una crítica o una celebración de esos modos de vida derivados del fraude y el enriquecimiento desmedido, se comprende como un juicio moral que queda abierto para quien lance la primera piedra (en lo personal, no se trata de una apología del comportamiento de Belfort). Las valoraciones éticas se desvinculan de lo artístico , un campo libre de expresión… y eso Scorsese lo sabe. Además, cualquier imputación desde la perspectiva de la moral resultaría -históricamente- extemporánea, cuando no ridícula, como lo han demostrado acusaciones similares para con cintas no aprobadas por la censura en el pasado.
Quien acuda a ver ‘El lobo de Wall Street’, calificada R, se llevará un baño de obscenidad, donde lo carnavalesco del poder, la insensibilidad del dinero y una vanidad grotesca atraviesan una interpretación -fílmicamente muy bien construida- del ‘sueño americano’.
Tras el exceso, queda el desdén y la angustia… la desesperanza de aquello que no se puede renegar, de ese deseo impuesto de ser mejores mediante el incremento del capital. Si la audiencia no se identifica con Belfort es porque la masa de espectadores se asimila a los inversionistas estafados, al ciudadano promedio que busca asegurar su existencia en bienes y moneda, pero que termina siendo víctima de un sistema deshumanizado controlado por estos ‘lobos’, surgidos de la avaricia y la necesidad.
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