Diane Arbus consiguió el reconocimiento del Museo Metropolitano de Arte (Met) en 1969. Foto: Infobae
Detrás de las imágenes perturbadoras de la obra de Diane Arbus hay un trauma original, escribió Arthur Lubow. En Diane Arbus: Portrait of a Photographer (Diane Arbus: retrato de una fotógrafa), la segunda gran exploración de la vida de la artista estadounidense, cuya mirada ha quedado fatalmente filtrada por su suicidio a los 48 años, el periodista de The New Yorker y The New York Times Magazine arriesgó una hipótesis: el incesto.
En la casa de Park Avenue que compartía con sus padres, David y Gertrude, y sus hermanos Howard —mayor— y Reneé —menor—, un día el padre encontró al hijo mientras se masturbaba y lo amenazó con matarlo si volvía a suceder. “¿Cuál hubiera sido la reacción de David si hubiera sorprendido a Howard durante una de sus sesiones de exploración amorosa con Diane?”, preguntó Lubow en su libro. “Como Howard reconoció luego, él y su hermana experimentaron sexualmente cuando eran jóvenes”. Para hacerlo se escondían bajo una carpa que construían con frazadas y dos sillones.
El autor argumentó que esa violación del tabú fue la marca de Arbus hasta el fin: “En los últimos dos años de su vida, visitó a una psiquiatra una vez por semana en un esfuerzo por sobrellevar su depresión. En esas sesiones le reveló que la relación sexual que había comenzado en la adolescencia (con Howard) nunca había terminado. Dijo que se había acostado con su hermano por última vez cuando él pasó por New York en julio de 1971. Eso fue sólo un par de semanas antes de la muerte de ella”.
De USD 75 a 785 000
Arbus consiguió el reconocimiento del Museo Metropolitano de Arte (Met) sólo en 1969, cuando llevaba más de 20 años de carrera: la institución le compró tres de sus fotografías a USD 75 cada una. Sólo el Museo de Arte Moderno (Moma) había comprado otras antes, en 1964, entre ellas la famosa ‘Niño con una granada de juguete en el Central Park’, que en 2015 se vendió —era una copia firmada por la autora— en USD 785 000.
Uno de los hallazgos de los 12 años de investigación de Lubow es que no sólo entrevistó a amigos, amantes y colaboradores de Arbus, encontró correspondencia inédita y analizó más de 150 fotografías, sino que habló con los fotografiados, como ese niño.
Hasta este libro no se habían escuchado las voces de los sujetos sobre los que trabajó Arbus en el debate principal alrededor de su obra: si se acercaba humana y empáticamente a “los excéntricos, los anómalos” —como llamó a sus enanos, sus strippers, sus travestis, sus exhibicionistas— o si su mirada era abusiva y burlona.
Susan Sontag la llamó “cruel” y dijo que explotaba a los sujetos de sus imágenes; según Lubow, ella se veía a sí misma más “como Orfeo, o Alicia, o Virgilio” en territorios raros en los que se movía sin extrañeza alguna, y decía que su trabajo era “una seducción mutua”. El niño de la granada, hoy un hombre llamado Colin Wood, explicó: “Ella vio mi frustración, la furia por todo lo que me rodeaba, vio al niño que quiere explotar pero no puede porque sus antecedentes lo constriñen”. Recordó las horas que pasaba en el parque con su cuidadora, mientras sus padres se absorbían en ellos mismos hasta decidir su divorcio.
Un joven con ruleros en West 20th street de Nueva York, 1966.
Pobre niña rica
Arbus nació en 1923 en una familia de peleteros ricos, los Russek, y ni siquiera se enteró de que en los Estados Unidos hubo una Gran Depresión. “Nunca sentí la adversidad”, se quejó cuando ya era una experta en retratarla, fascinada por los personajes que la sociedad hacía marginales. Sus abuelos, herederos de la tienda en la Quinta Avenida, no soportaron que la madre, Gertrude, se casara con un empleado, David Nemerov, embarazada. Pero él se convirtió en un comerciante eficaz y se ganó su respeto. Entre su falta de atención a cualquier otra cosa que no fuera el dinero y las depresiones cíclicas de Gertrude, los hijos no conocieron el amor de una familia.
Gertrude podía pasar meses encerrada en sus habitaciones, pero siempre bien vestida y arreglada: “Solía quedarse en la cama hasta después de las 11, fumando y hablando por teléfono mientras se aplicaba cremas y cosméticos en la cara”. Viajaba a París con su marido en busca de nuevas colecciones: bajo la presidencia de Nemerov, la peletería se había expandido a otros rubros de la moda femenina. Durante esas ausencias, que dejaban a los tres niños solos en la casa, con cuidadores, Diane y Howard comenzaron —con 10 y 13 años respectivamente— una relación incestuosa que no terminó hasta el suicidio de la fotógrafa.
“Howard, el muchacho alto y atractivo con una melena rubia, una cara ovalada de aire inteligente y una contextura deportiva perfeccionada por el atletismo; y Diane, la hermana bonita con el ceño pensativo y la mirada abstraída”, escribió Lubow. “Eran ellos contra el mundo”, citó a la hermana menor, Reneé, excluida.
Niñas, 1957. Foto: Infobae
Un esposo parecido al hermano
Cuando era una niña pintaba y dibujaba. Y detestaba que elogiaran su trabajo. “Lo más horrible era que todo el aliento que recibía me hacía pensar que realmente quería ser una artista, y me hacía continuar fingiendo que me gustaba y me hacía que me gustara cada vez menos hasta que lo odié porque no era yo quien era una artista, todo el mundo me elevaba y me coronaba y me felicitaba y yo sonreía, pero en realidad lo odiaba y no había hecho ni una sola buena obra”, escribió.
Siguió el biógrafo: “En 1940, cuando escribió esta autorreflexión a la edad de 17 años, que le debe de haber parecido avanzada, había abandonado la pintura y ya no se veía como una artista”. Para luchar contra su timidez y su vergüenza, se empeñó en hacer cualquier cosa temeraria.
Decidió, por ejemplo, que apenas cumpliera 18 años se casaría con Allan Arbus.
Los padres se negaron, acaso olvidados de su propia historia: el joven había dejado la universidad y trabajaba en el departamento de publicidad de la tienda familiar. Era “un Don Nadie”, según se describió a sí mismo. Había conocido a Diane cinco años antes, cuando ella iba a su oficina para tomar lecciones de dibujo. El anuncio del compromiso salió en The New York Times diez días antes de la mayoría de edad de la muchacha.
“Allan se parecía a Howard. Algunos le vieron una similitud física”, advirtió Lubow. “Más asombroso era su parecido de temperamento. Como Howard, Allan era cerebral, enfocado en los detalles, aficionado a los juegos de palabras, pedante y pesimista.”
La primera cámara
El marido le regaló una cámara Graflex, “una herramienta artística que él esperaba que congeniara con ella mejor que un pincel”. Le tomó unas fotos a ella; se las mostraron a David Nemerov, quien los contrató en su empresa para que trabajaran en el departamento de publicidad. Diane se inscribió en un curso de fotografía en New School, que dictaba Berenice Abbott, una famosa fotógrafa de documentales que había sido asistente de Man Ray y había atesorado los originales de Eugène Atget sobre la transformación de las calles de París. La alumna llegaba a la casa y le transmitía las lecciones al esposo. Él se interesó en la técnica mucho más que ella.
Entonces comenzó la Segunda Guerra Mundial. Primero él deambuló por cuarteles en el país, pero luego fue al frente. Con Arbus lejos, Diane descubrió que estaba embarazada. Volvió a la casa de su madre. Le mandaba al futuro padre autorretratos de su cuerpo que se agrandaba por la gestación de su hija Doon.
Le tocó consolar y brindar cuidado médico a su hermana Reneé, quien una tarde regresó descompuesta, le dijo que la habían violado y le pidió que no lo hablaran con Gertrude. Se hizo amiga de Pati Hill, cuyo esposo también estaba lejos; se convirtieron en amantes. Hill recordó a Arbus como alguien que “jugaba a la sumisión como una forma de arte”.
Al final de la guerra, el cartel “Diane y Allan Arbus” presentó el estudio de la calle West 54th, en Manhattan —que rentaron con el apoyo de los Nemerov— y sobrevivió a las mudanzas, la renuncia de ella a la fotografía de moda y la separación en 1959. La editora Tina Fredericks los contrató para Glamour, adonde había llevado también a Andy Warhol; trabajaron también para Vogue.
Un giro radical
Lubow teorizó que el giro de Arbus fue epifánico: “No lo puedo hacer más. No lo voy a hacer más”, dijo un día.
Escribió el biógrafo: “Allan preparaba las luces y la cámara, les decía a las modelos qué tenían que hacer y tomaba las fotos. Durante la sesión, Diane observaba los detalles, lo cual por lo general se limitaba a darles seguridad a las modelos y verificar que sus ropas se vieran correctamente. ‘Diane arreglaba un vestido con un alfiler si no colgaba bien’, recordó Allan Arbus medio siglo más tarde. ‘Era un papel muy servil, era denigrante para ella, tener que correr hacia estas modelos hermosas y arreglarles la ropa. Era un papel repulsivo’. Y entonces, luego de una década de colaboración en la cual se habían imbricado con la fuerza de un engranaje, y se habían llamado mutuamente ‘Chico’ y ‘Chica’, Diane le dijo que había llegado al límite.
Y comenzó a ser Diane Arbus.
La que diría años más tarde: “Odio la fotografía de moda porque las prendas no pertenecen a las personas que las usan. Cuando la ropa le pertenece a la persona que la usa, adopta los defectos y las características de ella, y es maravillosa”. La fotografía de moda estaba hecha para mentir y Arbus aspiraba a un arte que tratara con la verdad.
“Quería que sus fotos revelaran verdades profundas, arrancar lo que resulta invisible a la mirada casual”, se lee en el libro que publicó Ecco/Harper Collins. “La carrera de Arbus como una fotógrafa madura cartografía una serie de estrategias para hacer que una fotografía contenga más de lo que está naturalmente equipada para mostrar. Ella fotografió freaks, nudistas, travestis y adultos con discapacidad mental porque, bien por elección o bien por necesidad, mostraban más de sí mismos en su vida cotidiana que la persona típica. Dedicó semanas, y a veces años, a conocer a sus sujetos, tan bien que bajaban la guardia en su presencia”.
Escribió en una carta en 1957: “Estoy llena de un sentimiento de promesa, como suelo sentir, la emoción de estar siempre en el comienzo de algo”. Volvió a estudiar, esta vez con Lisette Model; dos años más tarde se sentía tan distinta que no se reconoció en su casa, tomó a las dos hijas —luego de Doon había nacido Amy— y se mudó a un apartamento en el West Village. Siguió usando el cuarto oscuro de Allan; él compartía los desayunos dominicales con las tres.
Un método extraño
Junto con la separación hubo un cambio de cámara: Arbus eligió la Rolleiflex, un dispositivo réflex de objetivos gemelos, de gran calidad y tamaño medio, de óptica extraordinaria y poco peso, con una mecánica simple que permitía observar la imagen en un visor, invertida. Entre la cámara y Model le quitaron todo gusto por el grano grueso y le mostraron la importancia de mirar a las personas a las que fotografiaba en lugar de taparse la cara con el aparato.
En 1967 compartió una muestra en el Moma, “New Documents” (“Nuevos documentos”), con Garry Winogrand y Lee Friedlander. La prensa quedó prendada de sus deformes, sus musculosos, sus gemelas, sus hermafroditas, sus muertos. En 1971 viajó a Londres para trabajar, y se quejó en una carta: “Nadie parece desdichado, ebrio, tullido, loco o desesperado. Al fin encontré algunas cosas vulgares en el suburbio, pero todavía nada sórdido”.
Cuando tomó la foto de los jubilados nudistas separados por el televisor estuvo igualmente desnuda que ellos, excepto por la cámara. También se integraba a las orgías que fotografiaba. Su forma de acceder a la verdad iba más allá de la observación participante de los antropólogos culturales, como si hubiera querido ser invisible. “Una fotografía es un secreto sobre un secreto”, dijo.
La estética Arbus
-Fotografió a su padre en su ataúd.
-A discapacitadas mentales que parecen niñas en una institución psiquiátrica.
-A una mujer albina en una carpa de circo mientras traga una espada.
-A Jorge Luis Borges en versión espectral en el Parque Central: los ojos cerrados, los árboles detrás de él pelados por el invierno, la luz extraña por su reflejo en la nieve.
Sus freaks le gustaban más que las celebridades: “Saben que no les puede pasar nada mucho peor o mucho más aterrador, así que no andan sombríos por la vida temiendo lo que puede pasar. Ya les pasó. Superaron la prueba. Son aristócratas”.
Sus cuadernos de notas guardan to-do lists extrañas: “Comprar el regalo de cumpleaños de Amy. Ir a la morgue.” También trágicas: antes de tomar una sobredosis de barbitúricos y cortarse, escribió: “Última cena”.
Su vida sexual era “multivalente”, según Lubow: más de una vez dijo que se acostaba con cualquier hombre que se lo pidiera. Y a veces ella lo solicitaba, como a Eddie Carmel —”Gigante judío con sus padres en el Bronx”— y a Lauro Morales, un enano al que fotografió durante años.
“Le confesó a Gay Talese (quien fue su amante, según el libro) que viajaba en el ómnibus Greyhound hasta lugares lejanos como Boston, y se sentaba en los últimos asientos para indicar su deseo de sexo: no para sacar fotos, sólo por la experiencia”, escribió el biógrafo. “Iba a los cines porno de la calle 42 con el guionista Buck Henry, que miraba asombrado cómo ella ayudaba a los espectadoras que se masturbaban”.
A diferencia del trabajo precursor que Patricia Bosworth publicó en 1984, Diane Arbus: A Biography (Diane Arbus: una biografía), este libro ofrece una mirada compasiva, que aunque respetuosa del arte y el intelecto de Arbus quizá no es la que ella se hubiera echado a sí misma.
El libro discute las fotos de Arbus: los herederos, como suelen hacer, prefirieron no avalar su trabajo. Doon Arbus se convirtió en la exégeta de su madre: para la primera muestra de su obra en la Bienal de Venecia, en 1972, hizo el libro Diane Arbus: An Aperture Monograph (Diane Arbus: monografía del diafragma), con Marvin Israel, amigo que Arbus y el hombre que halló su cadáver. Doon también realizó o avaló el resto de los libros con la obra de su madre, incluidos Untitled (Sin título, 1995) y Revelations (Revelaciones, 2003).