Entrada de José María Velasco Ibarra a Quito en la Gloriosa (28 de mayo de 1944), que unió a sectores diversos. Las relaciones entre Velasco y los militares fueron tempestuosas. Foto: Archivo audiovisual Ministerio de Cultura del Ecuador
Disponemos de dos relatos estrechamente interconectados sobre el papel del Ejército en la historia ecuatoriana del siglo XX. El primero podría asociarse al “discurso oficial” de las propias Fuerzas Armadas sobre su evolución, vista retrospectivamente. Ese relato nos cuenta el proceso lento y farragoso de “profesionalización” y “autonomización” del Ejército; es decir, el proceso por el cual las Fuerzas Armadas, nacidas de las montoneras liberales, estrechamente atornilladas al destino de sus caudillos, van paulatinamente apegándose a sus labores específicas, al cuidado de la frontera, a la defensa de la integridad territorial, y, en el camino, mejoran su preparación técnica, diseñan mecanismos impersonales y neutrales para los ascensos, consiguen crear, finalmente, capacidades suficientes en sus cuadros y dirigentes para dedicarse a lo que les compete. Así, la “profesionalización” implica no solo la mejora técnica de sus miembros, de sus equipos y procedimientos, sino la conquista del derecho a que los políticos saquen sus manos de los ascensos y nombramientos, su principal instrumento de coacción e influencia dentro de la institución. Al final del trayecto, de ser una herramienta política del Partido Liberal, el ejército devendría poco a poco defensor del Estado.
El segundo relato atribuye a los gobiernos militares, desde la revolución juliana hasta las leyes de reformas agrarias de 1964 y 1973, pasando por las sucesivas y cortas dictaduras de los años 1930, algunos de los hitos modernizadores más importantes en el Estado y en la política social. El Ejército actúa en este segundo relato como el sujeto modernizador, no como el aparato modernizado; un protagonista más que un teatro, un actor más que un escenario. Una interrogante común ha sido explicar el contraste entre el papel reaccionario de los militares en el Cono Sur (o en Centroamérica) y el papel progresista y reformista que han cumplido en los países andinos y en Ecuador.
El detalle incómodo es que el cumplimiento de ambos roles, el de fuerza modernizadora y el de sujeto modernizado, exigió constantes intervenciones políticas a lo largo de todo el siglo XX. Los oficiales liberales organizaron cuartelazos entre 1912 y 1940, cuidaron los fraudes eleccionarios contra los conservadores y aplastaron al mismo tiempo la rebelión conchista en Esmeraldas en una de las acciones más sangrientas de la historia nacional. Para esos oficiales, los conservadores eran una amenaza para el Estado laico, para el control estatal sobre los sistemas educativos y, a fin de cuentas, para el propio Ejército liberal. Solo cuando los conservadores fueron vistos como un grupo que realmente había aceptado las “conquistas liberales”, el Ejército pudo girar sus armas y enfrentarse contra los enemigos que desde la otra esquina amenazaban el monopolio de la violencia legítima o se percibían y presentaban como los enemigos del Estado moderno: los comunistas y bolcheviques.
El giro ocurrió entre 1941 y 1946 de manera traumática. Estuvo marcado por la humillación nacional en la guerra con el Perú, la tempestuosa relación con Velasco Ibarra, la Constitución conservadora de 1946, y el nuevo proceso de tecnificación y profesionalización liderado por la Misión Militar de los Estados Unidos de América (1940 – 1960) en el contexto de la Guerra Fría. Más que un tránsito entre la defensa del Partido Liberal hacia la defensa del Estado, fue un deslizamiento en la defensa de dos tipos de Estado: antes defendían al Estado oligárquico liberal, que debía cuidarse de las amenazas conservadoras del pasado, y ahora defendían al Estado moderno que debía cuidarse de las amenazas comunistas del futuro. Su papel, pues, siguió siendo político: profesionalización y modernización nunca fueron sinónimo de despolitización.
Eloy Alfaro a bordo del cazatorpedero Libertador Bolívar. Los militares pasaron de herramienta política a defensores del Estado.
Ante la urgencia fronteriza, tanto Velasco Ibarra como Camilo Ponce y los conservadores aparecieron como un mal menor que podía ser ignorado para dedicarse al fortalecimiento institucional, a la mejora de sus equipos, de su personal y de sus sistemas de logística, convertidos en prioridad absoluta luego de la humillante derrota armada con el Perú. Esta llevó al convencimiento de que el desastre se debió a que los militares subordinaron sus tareas de preparación bélica y profesional a la conducción política del país. En los dos sentidos. Muchos de los mejores cuadros militares tuvieron que distraerse de la preparación militar y la defensa territorial para dedicarse a la labores de gobierno. Muchos de los políticos metían demasiadas manos dentro del Ejército. Era urgente separar aguas. Se produjo entonces una “introspección” radical de la institución que la volvió impermeable no a la política, como lo probarán las intervenciones de 1963, 1972, 1976 (y después), sino al escrutinio civil. Por ello, las tareas de dirección militar que antes llevaba a cabo el Ministerio de Defensa pasaron a manos del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y los documentos públicos dejaron de presentar información precisa sobre presupuesto, asignación de tropas o inversiones. La introspección fue radical.
Gracias a estas mismas condiciones se consolidó en el Ejército el apoyo al modelo industrialista y corporativo propio de una época de crecimiento del papel del Estado en la economía. La derrota enseñó dramáticamente que una defensa nacional efectiva requiere una economía próspera. No hay Ejército fuerte en un país débil. Lo verdaderamente nuevo fue que las Fuerzas Armadas llegaron a la conclusión de que sencillamente no podían esperar a que todo el país se desarrollara y creciera económicamente para tener una defensa decente. Si el país no podía hacerlo inmediatamente, el Ejército tenía el deber de sustituir a los agentes económicos en las áreas estratégicas. Los militares acompañaron y empujaron las políticas desarrollistas de todos los gobiernos del período como una tarea propia de la defensa nacional. Las empresas militares habían surgido desde los años 1930 en el campo de los servicios y abastecimientos, como la producción de ropa y calzado y en otros campos gracias al llamado Servicio Químico Nacional. Este servicio sería no solo el germen de las notables ramificaciones empresariales de las Fuerzas Armadas ecuatorianas sino que los empujó a demandar reiteradamente la creación de protecciones tributarias y arancelarias del Estado, como si fuera una especie de burguesía industrial en ascenso.
Alejados del escrutinio civil, empujando una política social para la contención de los radicalismos, impulsores de la propiedad pública sobre las empresas estratégicas, y empresarios institucionalizados, es por todo eso que los militares ecuatorianos pudieron aparecer entonces, de un solo toque, como progresistas, equidistantes de conservadores y de radicales de izquierda.
*Historiador y antropólogo. Docente, investigador y escritor.